Viernes 4 de junio de 2003
 

Luchar contra el desarrollo

 

Por James Neilson

  En teoría, el "desarrollo" debería ser un asunto muy fácil.  Puesto que una veintena de países lo ha conseguido, los cambios que han de llevarse a cabo para que una comunidad se haga más productiva no son nada misteriosos, pero aunque casi todos, incluyendo a aquellos clérigos que suelen afirmarse horrorizados por el materialismo, dicen querer que haya muchos bienes de consumo y servicios más, modificar una sociedad para que sus habitantes puedan disfrutar del mínimo que hoy en día se considera imprescindible sigue siendo una empresa extraordinariamente difícil. ¿Por qué? En buena medida, por la resistencia de los muchos grupos que temen perder terreno y que echando mano a una variedad impresionante de hipótesis se las ingenian para hacer pensar que quienes saben menos acerca de cómo desarrollarse son los dirigentes y estudiosos de los países desarrollados mismos. Cuando un radical, peronista o izquierdista local tiene ocasión de referirse a "la ortodoxia", es decir, al conjunto de ideas que en "el norte" son consideradas las más valiosas, lo hace con una mueca de desdén, atribuyendo la ingenuidad de los extranjeros a las deficiencias de su formación intelectual o a que se haya "vendido" a alguna que otra corporación multinacional.
En algunos casos, los temores de quienes sin confesarlo se oponen al desarrollo son lógicos. Aristócratas acostumbrados a vivir en opulencia en base a nada más que su linaje se encontraron entre las primeras víctimas de la transición desde el feudalismo hacia la democracia burguesa. A los guerreros no les conviene que haya demasiada paz. Para un potentado religioso, la libertad de elegir un credo o de no prestar atención a ninguno es una tragedia sin atenuantes. Por razones idénticas, los fabricantes de diligencias protestaron contra la proliferación de automóviles y en muchos países los linotipistas agremiados lucharan con tesón durante años contra la informática.  En la Argentina, los herederos espirituales de los fieles a oficios anticuados constituyen un lobby que es plenamente capaz de intimidar a los jefes de la clase política nacional.
En otros casos, empero, los temores de quienes preferirían no pensar en lo que les supondría el desarrollo que dicen querer ver parecen cuando menos exagerados. Después de todo, no hay duda alguna de que los beneficiados por el enriquecimiento generalizado superan en cantidad por un margen muy amplio a los perjudicados. Sin embargo, hasta aquellos que andando el tiempo vivirían decididamente mejor si el país se asemejara más a España y menos al Paraguay a menudo tienen muy buenos motivos particulares para resistirse al cambio. El trabajador de cierta edad que preferiría no tener que arriesgarse probando algo distinto, el productor agrario no convencido de las bondades de un método a su entender exótico, el fabricante de artefactos de calidad pésima, el estatal que se aferra a la rutina de siempre, el sindicalista o el político que ocupa un lugar en una jerarquía que le es conocida y que ha dominado un discurso determinado, todos propenderán a preferir que las cosas queden como están. Como individuos, su poder será muy limitado; sumados, conforman un bloque que es virtualmente inamovible.
Para defenderse contra el cambio, los reacios a aceptarlo, a menos que los beneficios estén garantizados y que se concreten muy pero muy pronto, cuentan con una panoplia de armas ideológicas eficaces. Los aristócratas harán hincapié en el valor de las tradiciones, logrando de este modo el apoyo de muchos que por razones imaginativas comparten sus prejuicios. Los religiosos pondrán énfasis en lo sagrado, en la dimensión espiritual de la vida, acusando a quienes se niegan a respetar tales factores de ser enemigos de su dios o de no saber entender el esplendor de lo sublime. Los trabajadores, granjeros y estatales advertirán que el cambio podría suponer un aumento fenomenal de la desocupación: el que en países no preparados para "reconvertirse", como España, haya sido así constituye un obstáculo apenas superable en el camino del desarrollo. Por su parte, los empresarios de segunda denunciarán a sus competidores foráneos por comercializar sus productos a precios de dumping y con pocas excepciones los políticos tratarán de encolumnarse tras las banderas que a su juicio les reportarán más votos.
Puesto que el miedo al cambio está tan difundido, sobre todo en sociedades muy atrasadas en las que la mayoría tiene razones de sobra para dudar de su propia capacidad para prosperar en una más avanzada, es comprensible que "el desarrollo" no haya resultado ser un proceso automático. Acaso los únicos países que hayan seguido el curso que a primera vista parecería el más lógico han sido el Japón y Corea del Sur. También han sabido hacerlo ciertos enclaves chinos de ultramar como Taiwán y Singapur. En todos los demás países, las fuerzas conservadoras han conseguido frustrar los intentos esporádicos de los modernizadores, aunque en China, donde los comunistas reinantes se han metamorfoseado en pinochetistas, estos últimos parecen llevar la voz cantante cuando de la economía se trata.
Pues bien: para los resueltos a seguir manteniendo a raya los cambios precisos para que sus países emularan a los ya ricos, los tiempos están haciéndose más difíciles por momentos. Las sociedades de punta son dinámicas y, la alta tecnología mediante, han dejado de ser lejanas, casi míticas, para convertirse en presencias ubicuas. En todas partes, la irrupción incontrolable de la modernidad, es decir, de la "globalización", está teniendo consecuencias sísmicas, derribando fronteras, desatando oleadas migratorias gigantescas, socavando órdenes sociales que en otras circunstancias se perpetuarían por siglos, cuando no por milenios, más, fomentando conflictos sociales y religiosos explosivos y estimulando reacciones feroces. Si bien está aumentando el número de los que, bajo el pretexto que fuera, quisieran frenar lo que está ocurriendo, las fuerzas en juego son tan poderosas que sus posibilidades de lograrlo en los años próximos son mínimas. No es cuestión de un enfrentamiento entre los que desean los frutos de la modernidad por un lado con los decididos a oponerse al cambio en nombre del presente o de un pasado auténtico o imaginario por el otro. Casi todos aspiran a las dos cosas: que ellos y sus allegados alcancen un estándar de vida propio de un país desarrollado sin que se vean constreñidos a cambiar nada. Dicha contradicción constituye el argumento principal tanto del drama argentino como de su equivalente en un centenar de otros países. Por no querer nadie ser calificado de reaccionario, la mayoría conservadora aquí y en el resto del Tercer Mundo ha hecho de la oposición intransigente a los cambios exigidos por el desarrollo tal y como efectivamente se ha producido una causa progresista, lo que le ha permitido calificar a sus adversarios de cavernarios comprometidos con una visión socioeconómica grotescamente arcaica. Así, pues, aunque pocos negarían que Estados Unidos es el país más "avanzado" en términos económicos y tecnológicos -los únicos que en última instancia importan a "la gente"-, ya es habitual considerarlo el más "derechista", o sea, el más reaccionario de todos, seguido, es de suponer, por los integrantes de la Unión Europea y el Japón. Si tal juicio se debiera sólo al nacionalismo tradicional, a la voluntad instintiva de creer que la tribu propia es la mejor por difícil que sea explicar las razones, sería tal vez lamentable pero así y todo comprensible. Sin embargo, la satanización de Estados Unidos se ha visto acompañada por la propensión a oponerse sistemáticamente a las características y modalidades que están en la raíz de su inmenso poderío actual. ¿Qué es la guerra santa contra el "neoliberalismo", una palabra que aquí alude a mucho más que los puntos de vista de un puñado de economistas que son contrarios a cualquier intervención estatal en los mercados, sino un esfuerzo por impedir que los países de Europa y América Latina procuren emular a Estados Unidos, objetivo que, huelga decirlo, no es óbice para que los cruzados quisieran tener todo cuanto Estados Unidos esté en condiciones de dar a sus habitantes?
     
     
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