Sábado 19 de julio de 2003
 

La emperatriz de San Julián

 
  Nació en la ciudad de Kiel, puerto alemán sobre el mar Báltico. De familia de escasos recursos, se empleó como cocinera y mucama en la casa del general Franz Sydow, en Berlín. Además del general, en esta casa vivían su esposa y una hija de ella que esperaban, con sus tres niñas pequeñas, la oportunidad para viajar a la Patagonia argentina y reunirse con su esposo.
Hermann Brunswig, el esposo que aguardaba, había llegado a la Argentina en 1919 para emplearse como ovejero en la cordillera santacruceña y cuando fue nombrado administrador de la estancia Lago Guío, propiedad de Mauricio Braun, Rudolf Stubenrauch y Lucas Bridges, decidió que era el momento de hacer viajar a su joven familia.
Berta Freytag se había encariñado con las nenas y sentía la seguridad de un hogar que no tenía en Kiel. Esto fue motivo suficiente para ofrecerse a viajar también hacia Argentina, acompañando a la joven Ella de Brunswig y a las pequeñas en el vapor Vigo, que partió de Hamburgo en enero de 1923. Llegados a Buenos Aires se reembarcaron para viajar hasta San Julián, puerto del entonces territorio nacional de Santa Cruz.
Mientras el barco en el que viajaron anclaba en la bahía, Berta se desembarazó momentáneamente de las niñas, para observar la costa y el pequeño villorio que en la madrugada ventosa aparecía ante sus ojos.
Por Dios, ¿será esto un puerto? La única similitud con su Kiel era el olor a pescado muerto y el de las algas secándose al sol. Pero 20 ó 30 casas dispersas sobre una playa barrida por el viento y varios centenares de fardos de lana apilados sobre la línea de la marea más alta, no parecían formar un puerto. Al menos no lo era en el criterio de esta alemana de 40 años que acababa de llegar. Pues, ¿dónde estaban los muelles, los demás barcos, los remolcadores, los equipos de carga y descarga, el ruido de las máquinas y el humo de las chimeneas, el aceite en el agua, los marineros, las enormes pilas de carbón y los depósitos de mercaderías que provenían de las más diversas ciudades del mundo?
Las gaviotas revoloteaban por encima de los techos de estas casas grises, de chapas acanaladas y puertas despintadas; sus solitarios graznidos inundaban el aire y con el viento llegaban hasta la cubierta del barco sobre el que, con angustia, escudriñaba Berta su nuevo paisaje. Y estos graznidos eran la representación exterior de los gritos de silencio que la solitaria mujer dirigía a nadie, impulsada por una sensación de dolor, soledad e impotencia, ante una decisión que consideraba ahora equivocada.
A media mañana bajaron a un pequeño bote a remos y fueron llevadas, ella, las niñas y la madre, hasta la playa. El corto viaje sobre la pequeña embarcación que por instantes se elevaba permitiendo ver toda la costa y por otros se hundía en los estrechos callejones que formaban las olas, le pareció interminable. El agua salada que golpeaba su rostro se confundió con las lágrimas que caían por sus mejillas.
Mojada la ropa por el salpicar de las olas, mojados los zapatos por el difícil desembarco, sintieron el frío del viento que soplaba por detrás de las casas y llenaba de polvo el aire sobre las aguas de la bahía. Varios hombres, al reparo de las paredes de las primeras construcciones, las miraron con curiosidad. Con la ayuda de los remeros con los que habían llegado a tierra firme, trasladaron varios bultos grandes de ropa y enseres hasta la puerta de una de las casas en cuyo frente había tres caballos ensillados y atados. Sobre la puerta colgaba un pequeño cartel que indicaba que era el hotel Miramar.
El ánimo de Berta se hacía cada vez más pesado. A la incomprensión absoluta del idioma castellano y al reducido hotel de camas incómodas y un escusado compartido en el fondo de un patio sucio, se sumó un viaje de dos días en un Ford T, abierto al viento y al sol del desierto.
Antes de llegar a destino, Berta había tomado la decisión: volver a Alemania, de donde nunca debía haber salido. Tras arribar al lago Guío buscó excusas; la vajilla no era de su agrado, la ropa había que lavarla en el frío arroyo cercano, rondaban animales salvajes y no quería compartir su pequeña habitación con las niñas. El vehículo con el que llegaron debía volver a San Julián y con él se volvería ella. Nuevamente el desierto, la estepa interminable cubierta de "mata negra" y calafate y el Ford T, que perseguía lentamente el sinuoso camino de los carros que, tirados por caballos, transportaban lana hacia el puerto.
Pero, ¿qué puede hacer una mujer, que sólo habla en alemán, sin dinero, que está sola en San Julián y que quiere volver a Europa ? Sólo quedarse en San Julián.
Dos años más tarde la familia Brunswig "bajó al pueblo", parando en el Hotel Aguila. Berta, con tristeza y desde la oscuridad, observó a las pequeñas niñas a quienes había aprendido a querer durante todo el tiempo en que convivieron. Pero no se dejó ver por ellas; sería imposible explicarles su vida ahora. Esa vida que, con el tiempo, la llevaría a ser conocida por los hombres de toda la costa atlántica como "La emperatriz de San Julián".
Mucho tiempo después, en la década de 1980, en Berlín, María Brunswig de Bamberg -una de aquellas pequeñas con las cuales Berta llegó a la Argentina austral y que luego fue autora de ese muy simpático libro llamado "Allá en la Patagonia", editado por Vergara - asistía a una conferencia de Osvaldo Bayer. Al finalizar le preguntó si en sus trabajos de investigación sobre la vida patagónica había tomado conocimiento de Berta Freytag. "Cómo no -le contestó Bayer- Berta Freytag fue amante del comisario del pueblo durante muchos años, hasta que un día éste la ultimó de dos tiros, por celos".
Pedro Dobrée
pdobree@neunet.com.ar
     
     
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