Sábado 19 de julio de 2003

 

El turno del "Manco"

 

Andrés Rivera

  Estaba en la lógica de su proceso creativo.
Porque Andrés Rivera no podía desviar a Juan Manuel de Rosas hacia el mundo de la ficción y no ocuparse de "El Manco" Paz.
El uno lleva al otro. Una agitada y apasionante historia a modo de mundo común. Teñida de todos los colores que se puedan componer.
Pero dominada por el color sangre. Color abundante, chorreado en la vida argentina.
Y quizás en un punto dado del tiempo por venir, se le torne insoportable a Andrés Rivera seguir hablando de Sarmiento a través del Restaurador de las Leyes. Tan insoportable que Andrés Rivera terminaría haciendo del vehemente sanjuanino el eje de otra novela.
Y entonces, otro impulso de talento.
Porque Andrés Rivera, cuyo rostro sigue siendo el de un zapatero gruñón, sabe que los impulsos que lo llevan a escribir no se pueden colocar en la lista de espera. E incluso, que son inesperados. Estallido. Implosión.
¿Acaso cuando le preguntan cómo le surge ese impulso no contesta siempre que es un proceso signado por el instante y la inmediatez de lo revulsivo?
¿O no lo sigue seduciendo a Andrés Rivera la forma en que William Faulkner se inspiró para escribir "El sonido y la furia"?
¿No fue contemplando una bombacha de nena manchada con barro que se inspiró William Faulkner?
- Sé que algún día moriré... no figura en mis planes, pero hay planes que me conciernen, pero no manejo... y si tengo tiempo y en ese momento me preguntan cuál es la mejor literatura que he leído, seguiré diciendo que la norteamericana -le dijo un día hace varios años Andrés Rivera a este diario.
- ¿Y dentro de la literatura norteamericana, quién?
- Y... ahí hay varios buenos y varios muy buenos... ¡Faulkner... sí, sí... Faulkner, por ejemplo!
- Desde lo laboral tienen parecidos... él fue obrero en una usina; usted, en una fábrica textil... los dos son escritores...

Ayer fue Rosas, hoy es Paz...¿con quién seguirá?

- Sí, sí... mucho en común... ¡pero él es Faulkner y yo, apenas Andrés Rivera! -deslizó Andrés Rivera con ironía e imperturbable rostro de zapatero gruñón...
El mismo rostro con el que una noche de porteña lluvia, sentado en el viejo sillón que extraña cuando vive en Córdoba, descubrió un texto. Y ahí, sentado en ese sillón que tanto lo seduce, supo que Juan José Castelli había muerto de cáncer de lengua.
A Andrés Rivera no le importó tanto que Juan José Castelli muriera solo. La muerte siempre es una cuestión de uno solo. Tampoco le importó mucho que Castelli muriera olvidado por aquellos a quienes tanta entrega había brindado. ¿Acaso el olvido no es también el nombre de la impunidad con la que los argentinos hacemos nuestra historia?
A Andrés Rivera de aquel texto le importó la paradoja que signa el final de Juan José Castelli: porque éste, el máximo orador de la Revolución de Mayo, moría de cáncer de lengua.
¡Cáncer para una lengua jacobina! ¡Muerte terrible para una lengua ardiente de ideas y pasión!
¡Piruetas tiene la historia!
Y entonces, Andrés Rivera sacudió la literatura argentina con "La revolución es un sueño eterno", novela que será muy complejo que pierda el rango de ser una de las mejores producciones -si no la mejor- que en ese género cobija la literatura argentina.
De ahí en más, Andrés Rivera siguió explorando los quebrados y fieros laberintos de la historia argentina. Un día se encontró con Juan Manuel de Rosas y devino "El Farmer".
El Juan Manuel de Rosas del exilio inglés. "Aquí estoy yo, letra de coplas y de nostalgias y de impotencia en boca del pobrerío, al que mis hermanos y mis generales, hombres de cuna y sonrientes alcahuetes, saquearon sin pudor y sin remordimientos", confiesa el Juan Manuel de Rosas al que Andrés Rivera le pone el alias de "El Farmer".
Ese Juan Manuel de Rosas que da volteretas entre la admiración y el rechazo por Sarmiento. "El señor Domingo Faustino Sarmiento dijo, con laconismo que celebro, que las vacas dirigen la política argentina. Yo digo: la política es otro de los nombres de la deslealtad".
Y ahora, Andrés Rivera atrapó a José María Paz, "El Manco" Paz. "Ese manco Paz", dice Andrés Rivera en el título de tapa.
Y a ese "Manco" Paz, Andrés Rivera lo sazona con Juan Manuel de Rosas, Sarmiento y ese pelele que para el arte militar del "Manco" Paz fue el ruidoso y fácilmente derrotable Facundo Quiroga.
Un Facundo Quiroga al que "El Manco" Paz dedica singular desprecio en el primer tomo de sus densas memorias. Un libro impecable "Ese manco Paz".
"Un día -recuerda "El Manco" en memorias que Andrés Rivera rastrilló con prolijidad para escribir "Ese manco Paz"- estando comiendo, algunos oficiales tocaron el punto de la pretendida inteligencia de Quiroga con seres sobrehumanos, que le revelaban las cosas secretas y vaticinaban lo futuro. Todos se reían, tanto más cuanto Güemes Campero callaba (comandante de milicias), evitando decir su modo de pensar. Rodando la conversación, en que yo también tomé parte, vino a caer en el célebre caballo moro, confidente, consejero y adivino de dicho general Quiroga. Entonces fue general la carcajada y la mofa, en términos que picó a Güemes Campero, que ya no pudo continuar con su estudiada reserva; se revistió, pues, de toda la formalidad de que era capaz y tomando el tono solemne, dijo: "Señores, digan ustedes lo que quieran, rían cuanto se les antoje, pero lo que yo puedo asegurar es que el caballo moro se indispuso terriblemente con su amo (Facundo Quiroga) el día de la acción de La Tablada, porque no siguió el consejo que le dio de evitar la batalla ese día; y en prueba de ello soy testigo ocular que, habiendo querido poco después del combate mudar caballo y montarlo, el general Quiroga no cabalgó el moro en esa batalla, no permitió el caballo moro que lo enfrenasen por más esfuerzos que se hicieron, siendo yo mismo uno de los que procuraron hacerlo, y todo esto para manifestar su irritación por el desprecio que el general Quiroga hizo de sus avisos...""
Y ahora, muchos años después de La Tablada y Oncativo, esas derrotas que ese "Manco" Paz le infligiera al mentado Facundo Quiroga, Andrés Rivera sienta a Facundo Quiroga ante Juan Manuel Rosas.
Y lo pone rindiendo cuentas... confesándose desde el miedo...
"Un fantasma, el manco. La cara de piedra, el manco. Y me adivinaba el pensamiento, mirándome lancear riojanos.
Y usted, don Juan Manuel, no puede imaginar qué día cordobés fue ése.
Nadie que le haya mirado la cara al manco, como la miré yo, sabrá qué hay en ese hombre.
Estaba ahí, Paz, quieto, montado en su caballo, y sostenía el sable en alto, rígido el brazo que sostenía el sable en alto.
El manco no perdona, don Juan Manuel.
Brotaron de la tierra cañones e infantes y estuvieron sobre los flancos de mi caballería. Y no hubo ni habrá bruja o adivino que pueda revelar qué se mueve en la cabeza de Paz. Qué se mueve de aquí para mañana. Qué se mueve en la cabeza cuando todo cristiano duerme y él no.
El manco me envolvió. Y yo y mis riojanos quedamos dentro de un anillo de acero. Así como le digo, don Juan Manuel: un anillo de acero."
Así confiesa su miedo, su impotencia, Facundo Quiroga.
Tuvo que lidiar dos veces con "El Manco" Paz.
Y en las dos salió con el terror dibujado en un rostro que ningún argentino se imagina dominado por el terror.
Facundo Quiroga, puro bochinche desde lo político, supo en carne propia por qué "El Manco" Paz era el único oficial que asistía con ahínco a las clases de estrategia que San Martín le dictaba a un ejército que fue aprendiendo a hacer la guerra mientras la hacía.
Con "Ese manco Paz" Andrés Rivera se da gustos inmensos.
Se mete en la historia desde la ficción, desnudando perfiles y conductas que la historia tiene por vistas, pero no confiesa.
Ese es el caso de la tortuosa psiquis del almirante Guillermo Brown.
Ya en "El Farmer", de la mano de Andrés Rivera, Juan Manuel de Rosas veía en ese irlandés colorado una destilería andante de alcohol.
Ahora, en "Ese manco Paz", lo sitúa como un irlandés al que "el mar le dio coraje y más riqueza de la que se merecerá nunca".
Guillermo Brown, el almirante con fuerte impronta suicida en la genética de su familia.
Libro impecable "Ese manco Paz".
Un meterse en la historia desde la sutileza de la ficción.
Todo en una historia que -como la Argentina- no sabe de sutilezas sino de sangre. Mucha sangre.

Luis Di Giácomo y Carlos Torrengo

En el país de las tierras infinitas

Dos son los temas que en forma frecuente apasionan a Andrés Rivera cuando tira su mirada sobre la historia argentina: la tierra infinita y el destierro.
Porque en el país de las tierras infinitas, donde la identidad de la patria comenzó asentándose en las estancias, el desterrar es despojar.
Una forma de anticipación de lo que después fue desaparecer.
El dictador fue primero ungido.
Luego, cumplida su etapa, es desterrado por los mismos terratenientes que lo llevaron al poder.
La consigna es olvidarlo para olvidar no la crueldad del personaje, Juan Manuel de Rosas, por caso, sino la de la sociedad que delegó en él sus propias miserias.
Porque cada dictador es el arma que no se atreve a disparar por mano propia la misma sociedad. Sociedad que delega en ellos lo que no se atreve a ejecutar por sí.
¿O acaso no es ésta la historia de las dictaduras que asolaron este país?
¿Debe ser olvidado Juan Manuel de Rosas porque fusiló a Camila O"Gorman?
No, debe ser desterrado porque guarda las pruebas de que fue el muy gentil don Adolfo O"Gorman, padre de la joven Camila, el que consintió el fusilamiento.
Burócrata, como todo dictador, don Juan Manuel se llevó al exilio más archivos que plata.
Y ahí, en el condado de Swanthling, está el inmenso baúl.
Adentro, el visto bueno de don Adolfo O" Gorman.
Entonces, Juan Manuel de Rosas no debe existir. Hay que desterrarlo. Sacarlo. Testigo incómodo.
Y de esa manera olvidar cuanto antes que sus crímenes y que La Mazorca -ese prototipo de grupo de tareas- se dieron y existieron por mandato de poderes concretos.
¿O no aprobó incluso la Iglesia Católica el fusilamiento de Camila y su amante, el joven cura Gutiérrez?
Todo un universo de calladas hipocresías y complicidades.
Sólo se oxigenan cuando el "hombre necesario" cae en desgracia.
Porque en alguna medida, Juan Manuel de Rosas fue para muchos argentinos de aquel tiempo lo que Jorge Rafael Videla fue para otros argentinos de una Argentina más cercana a nuestras vivencias.
O sea, el sinónimo de seguridad, la mano firme que pone coto al miedo. El ser que conjura el terror a cualquier precio.
Terror de unos, claro.

( L. D. - C. T.)

La seducción de un estilo

Desborda la calidad del estilo que vuelca Andrés Rivera en "Ese manco Paz".
Y desborda por la economía de palabras a las que apela en sus construcciones.
Un mundo seductor que se configura sin una palabra de más, sin una puntuación que frene de golpe y deje mucho de incógnita o, en el peor de los casos, de duda.
Desde lo estilístico, "Ese manco Paz" se vertebra en la misma línea que "El farmer" o "El profundo sur".
Las reflexiones de los personajes -por caso- se extienden en la línea del idioma común, cotidiano.
Las repeticiones de palabras o construcciones llegan tan adheridas a esa cotidianidad, que el libro más que escrito está hablado.Casi como si "El Manco" Paz hubiese sido grabado. Y luego, volcada la cinta al papel.
Lo mismo con Juan Manuel de Rosas o el temeroso Facundo Quiroga. Es un escritura habitual, entendiendo por ésta a la palabra espontánea, clara.
Por supuesto que este estilo de Andrés Rivera requiere de un lector con algún perfil definido.
¿Qué perfil?
Conocimiento de la historia argentina. No un conocimiento extremo en rigurosidad, pero como mínimo las líneas maestras de ese desenvolvimiento de nuestro pasado.
¿Por qué este requerimiento?
Porque Andrés Rivera escribe dando mucho por sentado por parte de quien lo aborda. Si no existe aquel piso mínimo de conocimiento, es posible que mucho de "Ese manco Paz" -por ejemplo- se escape.
Se desvanezca sin explicación. Y entonces, el libro se deja.
Vaya a saber con quién se meterá ahora Andrés Rivera, este descendiente de judíos cuya abuela salvó a la familia hace muchos años, en una Europa de progrons, purgando a sus hijos y dejando que se arrastrasen en una cama, durante horas, forrados de caca.
Y entonces, cuando entraron los cosacos, la abuela gritó:
-¡Peste, peste, tienen la peste!
Y los cosacos huyeron despavoridos.
( C. T.)

     
     
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