Miércoles 16 de julio de 2003

Mediomundo

Perverso

Mi hija escribe cartas sin palabras. Son un manojo de rayas azules, rojas y amarillas, dibujitos dispersos, hechos con trazo firme y decidido. En sus bosquejos de obras pictóricas intuyo soles a medio salir de entre las montañas, casitas golpeadas por un huracán que no ha conseguido tirarlas del todo y jeroglíficos varios que colman el apetito de la imaginación.

Son cartas de amor, responde cuando le pregunto por el propósito de su empeño. Para colmo tiene la desmesura, el desparpajo de compartir su pasión incondicional con el chico de turno del cual se han enamorado a sus pocos años. Perdidamente. "Estoy enamorada! Qué voy a hacer!", grita desde el asiento de atrás del auto y en mis tímpanos su vocecita frenética de nena consentida rebota como un átomo contra la nada. A veces grita también "Esa chica es mi mejor amiga!" y el consecuente "¿La puedo invitar?". Sí, mi corazón.

Compartimos el mismo modo de enfrentar este tipo de situaciones humanas. Cuando descubro a una persona e intuyo una amistad, un futuro socio de juergas sin tiempo y de charlas que atraviesan todas las censuras, soy incapaz de guardarme nada. Es mi forma de conjurar la ansiedad.

Por esto, creo, no me duele demasiado cuando me engañan o desprecian. Lamentablemente a través de nuestra historia son muchos los capítulos destinados a la traición. He terminado por entender que este tipo de contrariedades entre dos individuos no son estrictamente personales o rara vez lo son. Simplemente vivimos guiñándole el ojo al espejo. La mentira y la envidia destilan un veneno letal en la sangre de los hombres. No estoy seguro de que haya antídoto contra su ponzoña.

En fin, no quiero dejar de amar de este modo sólo porque el mundo se muestra cada día más perverso. Preservo mi energía vital ofreciéndola periódicamente. Es un ida y vuelta. Si no das jamás recibes.

Antes que ahorrar la mitad del sueldo de la pasión carcomiéndome el alma, prefiero decir primero. Todo. Incluso si al terminar la jornada consigo una mirada indiferente. O si en el balance general me quedo con el papel del payaso. Existir es morir y florecer.

Me regocijo en la incertidumbre. En la sorpresa. Un día estoy en la cocina de un amigo recién estrenado en, no sé, Dublin, Tierra del Fuego o una chacra de Roca. Entre la comida y el vino, me habla de su historia y yo la apunto en un lugar de mi diario personal que llevo desde la infancia.

No acepto la idea de que hay tiempo de sobra. No lo hay en lo absoluto y lo que calles hoy podrías no confesarlo ni mañana ni nunca. El futuro es hoy.

Cada vez que vamos a la playa y vemos escurrir la arena entre los dedos asistimos a una metáfora cruel del destino.

La muerte espera, no desespera. Por eso la vida tiene sentido. Y escuchar historias es tan increíblemente simple, tan intenso. Somos microsegundos en el infinito queriendo entonar una canción que perdure.

No te controlas, dice mi mujer. Es verdad, suelo enloquecer por la novela de los otros.

Al mismo tiempo, es el único método de preservación que domino. Detrás de mi entrega hay una sistema maquiavélico de superviviencia.

Este, llamémoslo método, me permite ejercer una cuota de poder sobre los sentimientos ajenos.

Los que nos tiramos de cabeza al abismo llevamos la iniciativa hasta que un día decidimos no llevarla más.

Secretamente sabemos que estamos en condición de apagar la luz que ayudamos a mantener prendida por un tiempo determinado.

Es el lado perverso del amor.

 

Claudio Andrade

candrade@rionegro.com.ar

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