Miércoles 25 de junio de 2003
 

El famoso arancel

 

Por Héctor Ciapuscio

  Tenemos en estos días en Buenos Aires otra vez un debate amplio sobre la universidad. A 85 años de la reforma, la Federación Universitaria Argentina (FUA) abre un espacio de reflexión en el que participan dirigentes, especialistas y políticos. Motores de esta movida son, seguramente, la crisis de la universidad pública (de la UBA en particular), la volatilización de la dirigencia estudiantil hegemónica hasta hace poco y la expectativa de influir sobre el nuevo gobierno. La propuesta establece cuatro temas: el movimiento reformista, la formación de profesionales, la exclusión social y el financiamiento universitario. Siendo que los tres primeros reflejan más bien la probable intencionalidad política de la convocatoria y aparecen, por ello, como los menos promisorios en cuanto a renovación de ideas, el tema del financiamiento -que incluye el problema del arancel a los estudiantes- resulta, por concreto, el más interesante.
En nuestro país la universidad pública, con alrededor de un millón de alumnos y en constante expansión numérica, es financiada casi íntegramente por el presupuesto fiscal. Los esfuerzos por complementar ese aporte a través de la venta de servicios a empresas privadas no han alcanzado frutos significativos. Otro recurso, la utilización de préstamos externos, cumplió un breve ciclo en la década pasada. La ley vigente desde 1995 autoriza a las universidades a cobrar aranceles para los estudios de grado pero, con puntuales y modestos casos de excepción, ellas se han resistido prudentemente a hacerlo. Es un tema tabú para la ideología populista dominante. Campea siempre el por temor a la resistencia política estudiantil, empeñada en atribuir a la Reforma del 18, precisamente, ideas que no tuvo como el ingreso irrestricto y la gratuidad de la enseñanza (después de 1918 y hasta 1950 existió el arancel). También es uno de los asuntos más enconados (seguramente porque encubre posiciones ideológicas) en la arena de las opiniones políticas en torno de la universidad. Hay posiciones contrapuestas que se reflejan en documentos conocidos. Como ejemplos, tenemos por un lado el estudio de FIEL del año 2000 que, reflejando el pensamiento de los grandes empresarios, propone que el financiamiento universitario se haga fundamentalmente a través de aranceles; por el otro lado, el que publicó el Consejo Interuniversitario Nacional no mucho después, negativo en cuanto a la conveniencia y escéptico en cuanto al paliativo del arancel en caso de que se estableciese. Estas son las posiciones extremas: arancel y no arancel. Una tercera que se presentó contemporáneamente a ellas es la de Humberto Petrei: un impuesto a las familias con capacidad de pago por los estudios de tercer nivel de sus hijos, sustitutivo del arancel.
Pero he aquí que en los últimos días el ministro de Educación brasileño Cristovam Buarque le trajo a su colega de nuestro país, proponiendo que se la comparta, una idea distinta, que considera vital para el Mercosur: el arancelamiento retroactivo de las universidades públicas, una tasa que se cobraría a los graduados y reemplazaría al arancel de los cursantes. Explicó que el Partido de los Trabajadores, el del presidente Lula, la presentará próximamente al Parlamento con la precisión de que su cobro se haría en la declaración impositiva de ex alumnos con ingresos superiores a 30.000 reales mediante la deducción de un 2% de ese monto durante una cierta cantidad de años. La justificación estaría en la idea de que la educación universitaria debe seguir siendo gratuita y en el hecho de que el sistema actual privilegia a los ricos y castiga a los pobres.
Será muy jugoso analizar el debate que ocurrirá en el país vecino en caso de que la iniciativa cobre vuelo y avance en el cómo, en los detalles. Ese debate nos resultaría útil para evaluar -en la hipótesis de que sea recogida seriamente- si es posible plantearlo aquí, en una sociedad más rígida y un ambiente universitario menos academicista y más politizado que el brasileño.
Por el momento y para cerrar, resulta una tentación evocar, a fines de reconocimiento histórico, un lejano antecedente argentino de esta idea de un impuesto académico a los graduados. Está en "Reforma de la Universidad Argentina", un libro publicado en 1931 por Enrique Gaviola (1900-1989). Para hacer una universidad -sostenía en lo medular- se requieren tres ingredientes básicos: profesores, estudiantes y dinero. El último era el más importante. El dinero es imprescindible para que el estudiante pueda ser estudiante, el profesor pueda ser profesor y la universidad pueda ser un centro de ciencia y cultura. El mal mayor de la universidad argentina era su absurda organización económica. Ella debía ser independiente en lo financiero. La autonomía era conveniente, pero para conseguirla hacía falta la independencia económica. ¿Cómo podía lograrse? ¿Cómo podría, por ejemplo, ser independiente la de Buenos Aires? La respuesta eran, según la razón evidente de que el título universitario es un privilegio, los graduados.
Decía Gaviola que el ejercicio de las profesiones liberales es, económicamente hablando, la explotación organizada de la sociedad por grupos con diploma. La Universidad de Buenos Aires tenía 20.000 egresados, cuyos ingresos medios eran de unos 6.000 pesos al año. Un impuesto académico del 5% de sus entradas daría 6 millones por año, el total de su presupuesto. Así se podría alcanzar, según el plan para aquellos tiempos de aquel gran estadista de la ciencia y la educación (ejemplar, como Houssay, de una especie que nos está haciendo falta), el ideal de dedicación exclusiva de los profesores y el full-time, con becas y ayudantías, de los alumnos.
     
     
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