Lunes 16 de junio de 2003
 

La vergüenza de los corruptos

 

Por Juan Pablo Bohoslavsky

  La psicología criminal también ha pretendido acercarse al fenómeno de la corrupción para explicarlo desde su incumbencia, a la vez que, en la medida de lo posible, plantear estrategias para su superación.
Comencemos pisando en firme. Partimos de la siguiente conceptualización: corrupción es el abuso de un poder decisor, público o privado, traicionando los intereses encomendados en beneficio propio o de terceros; y particularmente en la delincuencia económica referido a delitos cometidos por altos funcionarios públicos y empresarios de máxima responsabilidad.
¿Cuántas veces hemos presenciado absortos ante el televisor cómo empresarios, pero sobre todo políticos (éstos necesitan más de los medios) mienten descaradamente, mirando a la cámara y jurando ser honestos? Basta recordar imágenes antológicas de programas televisivos regionales.
¿Cómo se "siente" saber que se corrompe, pero públicamente proclamarse estoicamente honrado? ¿Funcionan en esos supuestos los mecanismos inhibitorios de la culpa? ¿Tienen vergüenza los corruptos, siquiera manifestada a escondidas?
La vergüenza es un elemento perturbador para el yo, puesto que genera el estado de duda de uno mismo al cuestionar la conducta corrupta. En términos generales, se sostiene (y comprueba) que el sujeto corrupto no vivencia esta sensación. Para ello cuenta con eficaces mecanismos de defensa, entre los que se describen: a) rabia frente a la vergüenza, a fin de aislar al yo de los efectos reales del comportamiento corrupto, b) anhelo de perfección, lo cual aísla al yo, c) ansias de poder y control sobre los demás, para proteger al yo, d) trasferencia de reproches a otros, e) presentan una imagen de sí mismos grandiosa, un narcisismo patológico, por lo que el sujeto se siente invulnerable y llamado a hacer cosas grandiosas, sin experimentar culpa, angustia o remordimiento por sus actos, f) humor, que pretende una compensación positiva del yo, g) simulación de generosidad y prodigiosidad que retribuye a la soledad que genera la actitud afectivo-emocional egocéntrica y, h) negación de lo que se atribuye al yo del sujeto.
Este guión descriptivo de defensas no sólo constituye el abc de la vida política, sino que realmente logra que el corrupto no se sienta culpable ni considere amenazada su autoestima. No existe autorreproche por la conducta corrupta. Del mismo modo, la culpa como sentimiento de responsabilidad por haber infringido reglas también es anulada eficazmente por los corruptos; se trata de sujetos extrapunitivos, que no experimentan culpa cuando sus acciones causan dolor y sufrimiento a la gente.
Es el típico canalla descripto por Lacan, tal como el psicópata y el perverso, que define su realidad como la única, absoluta y universal. Presentan también daño superyoico a nivel de las vinculaciones interpersonales. Son personas iracundas, centradas en sí mismas y explotadoras, no se identifican con otras personas y raramente forman vínculos genuinos de confianza y apego. Los demás son objeto de uso y son medidos en función de su utilidad, para satisfacer las necesidades del psicópata. Están presos también de un extremo dinamismo propio de su carácter primario y de su optimismo egocéntrico que les impide calibrar sus riesgos. La imagen grandiosa que presentan de sí mismos, su narcisismo patológico, hace que el súper yo tolere todo, porque el sujeto se siente invulnerable.
Las diversas teorías han pretendido reconocer en la psicobiología, el aprendizaje, el control social, y aún desde el psicoanálisis, las causas psicológicas del comportamiento corrupto. Su desarrollo no se justifica en esta exposición, pero sí resulta útil la descripción de las características generales del retrato del corrupto: excesiva dependencia de la posesión de las cosas materiales para sentirse seguro, elevada motivación de poder, avaricia, ambición, ausencia de principios de honestidad personal y profesional, doble vida, habilidad para el fingimiento y para defender lo injustificable, permanente proceso de comparación social, imperturbabilidad emocional, despreocupación ante los problemas sociales, mayores facultades para la combinación y el éxito inmediato que para la abstracción, suspicacia de todo lo que suceda alrededor, elevada autoconfianza, poco temor a las humillaciones, no querer aparecer socialmente como deshonesto para facilitar su relación con los grupos de poder, saber afrontar las situaciones de ilegalidad y necesidad de ostentar el nivel material de vida alcanzado.
Así, la ambición desmedida de poder y cosas materiales se halla en el núcleo del análisis psicológico del corrupto. Pero ello no lleva sin más a pretender que los rasgos de la posmodernidad son los responsables directos del cuadro actual de corrupción en el mundo: los registros historiográficos registran altos niveles de corrupción ya desde las tribus prerrománicas, y con posterioridad en todas las latitudes y tiempos. En todo caso, han aumentado tanto las posibilidades de corromperse como la información disponible acerca de este tipo de prácticas.
En la diagramación de políticas públicas preventivas y represión judicial práctica de los actos de corrupción debería ponderarse debidamente, entre otros muchos factores, el cuadro de psicopatología que pueden presentar sobre todo los "grandes" corruptos. No estamos pensando en las causales penales de absolución, que bajo ningún modo beneficiarían a estos pacientes esquivos, sino precisamente en que la comprensión más acabada del fenómeno de la corrupción, las razones que mueven especialmente a los delincuentes de cuello blanco, podría ayudar a su detección, tratamiento y prevención más adecuados, que de seguro redundarán en mejor calidad de vida para su entorno.

(*) Entre las personas encarceladas en EE. UU., después de la guerra por actividades monopólicas, ninguna pertenecía a la "alta sociedad".
     
     
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