Lunes 2 de junio de 2003
  Inventores
 

Por Héctor Ciapuscio

  El tema aquí lo inspira la lectura de un reportaje periodístico a un viejo conocido que acaba de incursionar en la literatura de ficción con la pudorosa edición (500 ejemplares) de su primer libro y, en particular, al hecho poco común de que se trata de alguien que, con título universitario de químico, tiene por oficio el de inventor. Al libro lo integra una divertida colección de historias de personajes, comunes pocas veces y raros la mayoría, salpimentadas con situaciones insólitas, con humor, sorpresas abundantes y el lenguaje desprejuiciado de un aficionado inteligente. El autor, Horacio Destaillats (conocido como "El Francés" entre sus compañeros de los tiempos históricos de la Comisión de Energía Atómica, pero porteño y cultor de un lunfardo risueño) es titular de varias patentes de invención y acaba de vender al Brasil una máquina original de fabricar alambre de cobre por fundición continua. En el reportaje habla de amigos de su generación y se detiene en dos de ellos que marcaron su vida. Sus evocaciones denotan nostalgia y reflejan un período estimulante de la vida del país que la explican. Tiempos de optimismo, de jóvenes con ganas, de amistades fuertes, de creatividad y afán de desarrollo, de cosecha de una educación que, como recordaba siempre otro grande de esa generación, Leopoldo Falicov, "enseñaba a pensar".
El primero -y a quien dedica el libro- es Jorge A. Sábato. Fue su amigo por 35 años, desde que se formó con él en la industria química de Guillermo Decker hasta el laboratorio de metalurgia de la CNEA. No hay más sobre el personaje que esa dedicatoria de "Cuentos y sucedidos", pero quienes lo conocen saben que "El Francés" guarda, sin publicar, una memoria amena, franca -corta en páginas, nutrida en hechos poco conocidos y hasta irreverente a veces- del vínculo personal y profesional que lo vinculó con Sábato, aquel inolvidable inventor de estrategias de desarrollo, un hombrazo al que las ideas le salían como chispas, un líder por peso propio en cuanta empresa (científico-técnica, política, cultural, cívica o educativa) impulsó en su vida y hacia el que su amigo manifiesta en el reportaje la admiración debida a "un tipo absolutamente extraordinario".
El segundo camarada del reportaje, uno con quien compartió los años de anarquismo juvenil y protesta universitaria (a quien, dice, llamaban "El pulpo" y del cual era famosa su frase de aliento ante cualquier dificultad "¡Hay que romperse!"), es César Milstein, Nobel de Fisiología y Medicina en mérito a la invención de los anticuerpos monoclonales ("invención", producto de la tecnología, antes que "descubrimiento", objeto de la ciencia), un logro -aclaremos- en el que la ciencia contemporánea expresa bien su condición simbiótica con el "terrible mellizo" de los instrumentos. (Digamos, al pasar, que es un error considerar la valía de un investigador científico como desproporcionada con la de un inventor o un tecnólogo. Freeman Dyson, físico eminente, suscribió esta frase: "Detesto y me horroriza el esnobismo que coloca a los científicos puros en un nivel más alto que el de los inventores y tecnólogos"). Milstein, con nombre y apellido, encarna en el libro al personaje central de un relato tipo ciencia-ficción, con argumento en la reacción del mundo y del país frente a la inminente caída de un asteroide que acabará con el planeta Tierra.

Sobre inventores

El tema nos lleva a la cuestión de estos hombres raros en nuestro país. Pero debemos recordar que no nos han faltado. Las técnicas quirúrgicas de un Enrique Finocchieto o un René Favaloro evocan claramente esa cualidad, relevante en el campo de las actividades biomédicas (donde, por su parte, la ciencia está representada por personalidades como Houssay, Leloir y muchos otros internacionalmente notables en otras disciplinas entre los cuales, como sabemos, hay varios que se formaron en el Balseiro). Tenemos, también en aquéllas, un exitoso tecnocientífico activo, Juan Carlos Parodi, quien diseñó un artefacto para impedir aneurismas aórticos cuya patente le reportó cinco millones de dólares y la autoridad para supervisar personalmente en todo país que lo adopte su primer implante en pacientes. Pero no es, como dijimos, sólo en las actividades relacionadas con la medicina donde ha estado o está presente la creatividad técnica argentina. Hay infinidad de ejemplos de ingenieros, arquitectos y artistas destacados mundialmente que -impedidos para realizar sus ideas en el país por las restricciones socioeconómicas y la incapacidad de nuestro sistema productivo para convertir "invenciones" en "innovaciones"- han cedido el producto de su ingenio en otros países. Casos como el de César Pelli con sus maravillas arquitectónicas en Estados Unidos o Japón, o el de Vitelmo Bertero con sus múltiples innovaciones en ingeniería sismo-resistente en Berkeley, son una muestra de ese talento que supo plasmar el sistema educativo que tuvimos.

El futuro

Lo anterior, como otros emprendimientos tecnológicos que se están efectivizando ahora dentro del país, tiene que ver con un nivel superior de ingenio y esfuerzo (1% de inspiración y 99% de transpiración, decía Edison). Pero la inventividad de que los argentinos son capaces parece estar revelándose también en hechos menos espectaculares que ya van pareciendo rutinarios. Uno de ellos es la catarata de exposiciones sobre maquinaria agrícola -el diario resalta la de Agroactiva que en Córdoba y en estos días despliega dos mil modelos de tractores, cosechadoras, pulverizadoras y tolvas de última generación salidos de los resucitados talleres de la "pampa gringa", semilleros de artesanos y mecánicos ingeniosos. Hay otros. Se anuncia la vuelta de la "Feria de inventos" en Palermo, la "Escuela de inventores" para chicos de 6 a 16 años publicita invenciones de sus alumnos y los diarios informan sobre éxitos repetidos de estudiantes argentinos en competencias internacionales que premian la creatividad. Son manifestaciones que, aunque menores, ayudan a pensar que quizá nuestra sociedad, más confiada en sí misma, esté saliendo de una larga siesta de alienación, espejitos de colores y desánimo. Faltaría sólo cumplir con el lema de César Milstein: "¡Hay que romperse...!"
     
     
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