Miércoles 25 de junio de 2003

Mediomundo

Perdidos

La nuestra es una historia de desencuentros. De búsquedas a ciegas. Con los brazos por delante, como ridículas momias escapadas de una película de Abott y Costello, invidentes y resucitadas mediante extraños poderes, vamos por la vida buscando la parte de nosotros mismos que nos falta para completar el círculo de fuego. Al final, vencidos o no, siempre terminamos fumando junto a un río que fluye lentamente, cansados y, secretamente, perdidos. A veces queda la agria sensación de haber sido una víctima más de las circunstancias. Tantas oportunidades hay de equivocarse que seguramente hemos errado.

No, aquí no está en juego el buen corazón de nadie, es sólo que la mayoría de las veces extrañamos lo desconocido. Deseamos el deseo.

Con el paso del tiempo nos conformamos con transcurrir en uno tono más bajo de lo adecuado, después de todo es la única manera de vivir y de aprender. Si es que tiene sentido vivir y aprender mientras nos vamos despidiendo.

Imagino que el Paraíso fue el lugar en el cual las personas afines vivían juntas. Cercanas. Bajo una natural armonía. Aunque el alma de los hombres nació para la discordia. Es hija del desarraigo. La devastadora guerra de las emociones es la cruz que nos ilumina.

¿Eres tú o soy yo? ¿Quién está al derecho y quién al revés, parafraseando a Luca Prodan? Las más de las veces es uno mismo.

Qué remedio hay si no aceptar que Dios no juega a los dados, sencillamente es caprichoso. Pasamos sin dejar demasiado rastro. Es tétrico enterarse de que a un año o dos de nuestra muerte, casi nadie recordará que nos hemos ido. Esa sola posibilidad de futuro debería incitarnos a estar más abiertos al misterio de los otros. El enigma ajeno.

¿A quién le careteás el destino? ¿Eh?

Hace unas semanas conocí a Roy, un ex- militar escocés que andaba recorriendo el sur. Charlamos todo el viaje de Río Turbio a Río Gallegos y después paseamos por la ventosa y fría ciudad del presidente. A Roy le gustaba el lugar. De hecho prefería quedarse en un humilde hotel familiar del centro que en una pensión cerca de las montañas en Calafate. Río Gallegos le parecía útil. Pulcro. Eficiente.

Roy ya no tiene amigos. "Todos están casados, con hijos", dijo. Asentados en algún lugar del Reino Unido al que él prefiere no regresar. Sus padres, literalmente, enloquecieron, y él después de pasar 20 años en la armada ahora se mantiene con su pensión mientras protagoniza un viaje sin fin. Porque tarde o temprano perderá la noción de principio.

Sin dirección postal ni mail, apenas una mochila, Roy está totalmente solo. Perdido en el planeta. Hace tiempo que abandonó la esperanza de encontrarse realmente con alguien. De saborear sus posibilidades. Sus juegos, sus trampas. Su visión acerca del amor también está atravesada por la regla de la funcionalidad. "Un rato de chiqui chiqui y ya está. ¿Para qué vamos a seguir con la hipocresía?", dice una de sus máximas de oro.

Me gusta pensar que la reencarnación no es un mito, una alucinación oriental, sino una segunda oportunidad. Creo en el mundo como un lugar en el que hemos aterrizado para conocer gente y aprender a ser mejores de un modo que no se sostiene con tres lecciones de moralidad. No hay encuentros casuales sino causales. Enormes y poderosos -a la vez que delicados e invisibles- lazos de energía atraviesan nuestra existencia.

Roy me dejó profundamente triste. Su soledad podía escucharse como el llanto de un niño en la noche.

Personalmente volví a los míos, tan dulces e insufribles ellos, después de unas semanas de dar vueltas sobre el sur del sur. Abracé sus cuerpitos de ángel y besé esas mejillas de pan recién horneado. Sin necesidad de una lección de vida dolorosa, respiré de nuevo. Respiré consciente. Hace tiempo que no lo hacía.

Claudio Andrade

candrade@rionegro.com.ar

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