Miércoles 14 de mayo de 2003

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  La doctora que se operó a sí misma
 
  Jerri Nielsen padece una vitalidad desbordante. Poco rastro hay en sus ojos del drama que vivió esta superviviente de La prisión de hielo, como ha bautizado en su biografía a la Estación Científica de la Antártida en la que pasó el año más intenso de su vida: 1999. Cuando se lanzó a la aventura, Jerri, médica especializada en urgencias en Ohio, (EEUU), contaba con 46 años y no podía imaginar que, en el lugar más aislado del planeta, se detectaría un cáncer de pecho, del que saldría con vida gracias a una increíble fuerza de voluntad con la que pudo autopracticarse la biopsia, operarse y darse sesiones de quimioterapia a sí misma.

Cuando llegó a la estación Amundsen-Scott, en noviembre de 1998, como profesional médico de la campaña del 99 para un equipo de 41 personas, había pasado una exhaustiva selección, en la que no faltó un examen físico y otro psicológico minuciosos. «Me apunté porque llevaba 20 años haciendo lo mismo y quería vivir otra experiencia. Y la tuve», explica con un aire jovial que no trasluce ni un atisbo del drama que soportó.

Llevaba tres meses en la Antártida cuando, un buen día, se detectó un bulto en el pecho. No podía ser en peor momento. Acababa de terminar el período, de menos de cuatro meses, en el que es posible salir y entrar de la estación científica.

El resto del año, una temperatura que alcanza casi los 40 grados bajo cero impide cualquier intento de escapar esquiando por tierra o por aire. «Me lo descubrí dos semanas después de que saliera el último avión y pensé que iba a morir», dice Nielsen. «Pero yo vivía allí con una misión. Todos éramos imprescindibles y pensar eso me ayudó, porque tenía que trabajar para los demás y no pensaba tanto en mí. Nunca tuve miedo de morir allí».

Durante tres meses, Jerri calló su enfermedad a sus compañeros.«¿Para qué asustar a todos?», argumenta. Sólo cuando el cáncer empezó a crecer, se lo comunicó al jefe de la estación, Mike Masterman, y lo hizo porque quería que algunos tuvieran libres una horas en las que ella les enseñara a ser médicos, para cuando Jerri no pudiera seguir adelante.

En esa parte del relato, su cara se ilumina: «Entonces ellos y la fundación que me había enviado decidieron salvarme la vida».
Lo primero que hicieron fue soltar en paracaídas desde un avión los medicamentos de quimioterapia que iba a necesitar.

Antes, sin embargo, tenía que hacer una biopsia para saber si el bulto en la mama era realmente maligno. «Con ayuda de una papa, enseñé al soldador del equipo a sacar tejido de mi pecho y con un pollo le mostré cómo dar puntos de sutura. Parecía no estar asustado, pero luego supe que estaba aterrorizado». Más adelante, ella tendría que practicarse otras biopsias, es decir, pincharse repetidamente para sacar tejido del pecho.
Luego llegó la telemedicina. Con ayuda de una cámara, un microscopio y un ordenador envió las células vía e-mail a Estados Unidos y se confirmó su diagnóstico.
La quimioterapia la recibió con ayuda de una conductora de todoterreno y un mecánico -«Lo suyo es trabajo de precisión», argumenta-, que se la suministraban por goteo. «Así estuve desde julio a octubre. Aunque seguía trabajando, porque era la segunda a bordo de la estación, me puse muy enferma; perdí el pelo, me dolía el brazo; físicamente no mejoraba y, para colmo, el bulto comenzó a crecer de nuevo».

Ya recuperada, tras múltiples operaciones, una película sobre su experiencia y, ahora, un libro, Jerri Nielsen está convencida de que «la gente puede hacer cosas sorprendentes, pero no sabe que tiene esa capacidad».
   
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