Martes 27 de mayo de 2003
  La Patagonia es un chancho que vuela
 

Por Jorge Castañeda

  La Patagonia es un macondo lato y estepario, un ámbito de monstruos gigantes, de endriagos, de aves plumíferas y grandes que teniendo alas no vuelan, de mangrullos amarronados de cuatro patas que gregarios ambulan de monte en monte con su relincho arisco.
Es el último confín caído de la mano del mundo donde la aventura y el asombro corren parejos. Donde el viento levanta las piedras y deforma la copa de los árboles a su arbitrio. La Patagonia es un chancho que vuela.
La Patagonia es una latitud de escoriales silentes bajo las lunas blancas y redondas, una soledad crecida en la altura azul de las mesetas, es el aroma acre del cloruro de sodio que enloquece los ollares de las bestias que habitan los bajos de todos los bajos. Gualicho errante. Misterios arcanos. La Cruz del Sur donde nunca se arruta el tesón de los pioneros.
La Patagonia son los carcomidos infolios que en noches febriles entre el escorbuto y la ansiedad escribiera Pigafetta sobre gigantes que bailaban, la ciudad mítica allende los Andes que buscaban los frailes, las manzanas silvestres de Sayhueque, la piedra azul de los Curá, la bandera argentina que enarboló Casimiro, la búsqueda de Popper, el faro del fin del mundo, los ventisqueros, las rastrilladas donde las lanzas trazaron sobre la tierra el mapa de todas las gestas.
La Patagonia es la tierra "sobre la que pesa la maldición de la esterilidad, (¡Oh, anatema de Darwin, qué acicate para los intrépidos!)"
Es el tiempo petrificado, las flechas de obsidiana, las correrías de los bandidos, los ritos caídos de las viejas razas, la Arcadia perdida, los rifleros de Fontana, la remonta de Descalzi, los sueños proféticos de Don Bosco, el santuario cautivante de Ceferino. La Patagonia es un desafío que merece aceptarse.
Es un cielo estrellado que parece tocarse con las manos, es un silencio que dice mucho, es un paisaje que se incorpora al alma como el calafate a los labios. Es la gesta del comandante don Luis Piedra Buena, es la proa del mundo al decir del ingeniero Domingo Pronsato, la Patagonia es la "región de la Aurora" y nombre al padre Entraigas. Es un esfuerzo compartido, una esperanza que nunca cesa como la distancia de sus caminos, es un sentimiento tan indeleble como las manos en la cueva del río Pinturas. Un totem, un linaje que cubre y abriga como las matras de las tejenderas. Es un desafío permanente. Una incógnita que nunca cierra.
La Patagonia es el sol ardido sobre los fortines y la soldadesca, el espejo de los lagos, la altitud desmesurada de la araucaria, los volcanes irascibles, el mar inmenso y azul, los fondeaderos, el relevamiento minucioso de Basilio Villarino y Bermúdez, las notas detalladas del perito Moreno, la Reina y el Arcabuz del Padre Mascardi.
La Patagonia es el párrafo final sobre Héroes y Tumbas de Ernesto Sábato, la soñada por Ezequiel Ramos Mexía y el geólogo norteamericano Bailey Willis, la que piensa como dijo Juan Benigar, la que poblada de plantas enanas esconde en los petroglifos un pasado legendario, la del Domuyo que guarda en sus entrañas el tronco de oro que contara el doctor Gregorio Alvarez. La Patagonia se hace collón en las noches de luna llena y petrifica la debilidad de los timoratos.
La Patagonia es la circunstancia de los hombres cabales, el menuco que marea como un mar, las bardas, los ríos como arterias impetuosas, las salinas blancas de promesas salobres. La Patagonia es una marca en caliente, una prolongación de las soledades del alma.
Por la Patagonia, el Norte está en el Sur. Y en ella se cuecen habas y legumbres, risas y llantos, llamados desde el fondo de los tiempos. La Patagonia son los fósiles de los grandes saurios, el bosque tropical, las grandes palmeras de dátiles hechos piedra, la lujuria de un pasado remoto. Lámpara prendida en las edades geológicas.
La Patagonia es un mandato de imperiosas urgencias, para nosotros y para nuestros hijos. Mi tierra querida, mi lugar en el mundo.
     
     
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