Jueves 15 de mayo de 2003
  Mitos, conspiraciones
y emergentes
 

Por Tomás Buch

  Cada vez que ocurre un evento grave e imprevisto, y que afecta a mucha gente, suelen hacerse especulaciones sobre la relación entre el destino y los designios. ¿Podría haberse evitado la catástrofe de Santa Fe o los atentados del 11/9? ¿Hasta dónde nuestras vidas están a la merced del azar, de decisiones individuales o de designios superiores de potencias desconocidas que nos afectan en forma individual o colectiva? Se trata de una pregunta angustiosa en tiempos como éstos, tan plagados de graves turbulencias, tanto atmosféricas como sociales.
Antes se decía: inexorable como el clima; pero ahora tenemos la convicción de que hasta el clima cambia, sea por nuestra culpa colectiva o por designios seculares. Por lo tanto, relacionamos la furia del río Salado con el desmonte de Santiago del Estero, y la guerra de Irak con... Las cosas ya no ocurren porque sí. Sin embargo, las pólizas de seguro siguen calificando algunas catástrofes como "actos de Dios".
Las teorías conspirativas no son nuevas. Los templarios, los jesuitas, los masones, los judíos, los comunistas, los terroristas islámicos, los "Illuminati", la secta Moon, el grupo Bilderberg, el FMI, pero también los extraterrestres han sido acusados de estar "detrás" de los más variados programas de subversión. La mayoría de esos grupos o entidades -aunque no todos- tiene algún grado de existencia y de poder. Pero más allá de su existencia, es muy tentador atribuirles la culpa por los desagradables acontecimientos que nos afligen, porque con ello creemos desligarnos de la parte de responsabilidad que nos puede tocar. Los mitos acerca de las sociedades secretas y los poderes supremos, además, satisfacen nuestro secreto deseo infantil de que existan las potencias superiores por cuya benevolencia podemos implorar a alguna autoridad suprema. En otros tiempos, para el 1ยบ de mayo los trabajadores desfilaban con banderas rojas y los puños en alto; ahora, llevan ofrendas a San José Obrero...
Tal vez a esta altura deba admitir que no creo en las teorías conspirativas de la historia, aunque es evidente que ciertas conspiraciones tienen existencia real. Es claro que en toda lucha por el poder se formulan planes, se generan grupos de estudio y de acción, se desarrollan herramientas, que pueden incluir el engaño, la violencia, la conspiración. A veces tales grupos son secretos, especialmente en las circunstancias más alejadas del quehacer democrático. Pero el accionar político en escala "macro" rara vez es una consecuencia directa de tales conspiraciones, aunque existan fenómenos de realimentación y de emergencia. Se me podrá responder que el primer interés de los conspiradores más siniestros es que la gente no crea en su existencia: tanto mejor podrán tirar de los hilos detrás de las bambalinas, haciendo creer a los títeres que todos somos, que tenemos libertad de opción...
Tomemos un ejemplo: hay quienes afirman que los atentados del 11/9 fueron autoatentados perpetrados por los grupos más "duros" de la derecha republicana de los EE. UU. Esta osada afirmación interpreta algunas de las consecuencias de aquellos atentados, que indudablemente, más allá de sus aspectos trágicos, sirvieron para cohesionar a la sociedad estadounidense detrás de su gobierno, mucho más de lo que hubiera sido posible en su ausencia. Si no fueron "ellos", por lo menos dejaron hacer, dicen otros. Es probable que tanto los autores del atentado que obviamente conspiraron para llevarlo a cabo, como los organismos responsables por la falta de una respuesta que pudiese haberlos evitado y que tal vez no hicieron lo que deberían haber hecho, nunca creyeron posible que las Torres Gemelas se derrumbaran como lo hicieron. Esperaban un impacto que produjese un efecto político importante y algunos muertos, pero no planearon "cambiar la historia" ni dividirla en un "antes" y un "después".
También existen las maniobras financieras, destinadas a hacer ganar dinero a unos a costa de otros, y aun pueden hacer caer un gobierno, siempre que las condiciones generales sean suficientemente lábiles. Es de una gravedad inaudita, y habla muy mal de nuestra especie que se pretende "sapiens", que predomine un sistema social tan mal construido que se prefiera gastar miles de millones en armas cuando con mucho menos dinero se podría resolver la mayoría de los problemas del subdesarrollo. Pero las grandes crisis son la consecuencia de la acumulación de pequeños efectos que en ciertas condiciones cooperan sin que detrás haya ningún designio particularmente siniestro. Los ejecutivos de las grandes empresas multinacionales no son monstruos sin alma: deben producir beneficios para sus accionistas, porque si no lo hacen, pierden sus puestos. Lo que carece de alma o de piedad es el sistema del cual ellos forman parte: pero el sistema no está formado por gente, aunque los humanos puedan modificarlo; se trata de un emergente, del resultado de millones de interacciones individuales. De la misma manera, no existe una "conspiración" del FMI para impedir nuestro progreso. Lo que hay, es un organismo que, para bien o para mal, es una dependencia de las Naciones Unidas -no lo olvidemos- que se rige por cierta teoría y que responde a un sistema económico que es predominante en el mundo contemporáneo. Además, está formado por funcionarios internacionales a los cuales probablemente sus carreras profesionales les importen más que las consecuencias sociales de sus decisiones. Pero echarle toda la culpa de lo que nos pasa es luchar contra un mito. Mito parecido al que se expresa en el anhelo de que "se vayan todos". Nadie se va por su voluntad: en democracia, no hay más remedio que votar a otros...
La mayoría de las grandes teorías conspirativas tiene un carácter mítico muy acentuado. Hace poco discutíamos en estas líneas el carácter en gran medida mítico de una cosa tan terrenal como la tecnología. Los humanos no hemos pasado toda nuestra historia como especie generando mitos que nos ayudaran a superar la angustia existencial de nuestro sometimiento a fuerzas naturales o sociales que están más allá de nuestra comprensión y de nuestro control. Ello siempre nos ha permitido evitar asumir en plenitud la responsabilidad por nuestro destino. En otras épocas ello era más entendible que ahora. Estamos en condiciones de comprender, hacer crecer nuestra conciencia de lo que nos ocurre, en los diversos niveles en que nos ocurre, tanto físicos y biológicos, como mentales y aun espirituales, aunque justamente esa palabra está aún demasiado teñida de connotaciones míticas como para que la pueda usar sin vacilar.
La Argentina ha vivido de mitos durante toda su historia, pero tal vez sea éste un buen momento para despertar del sueño impuesto por esos mitos. El país tomó su nombre de una riqueza minera que nunca existió. Como creímos que éramos un país rico, hemos logrado la proeza de destruir aun nuestro mayor recurso renovable, la tierra, que ahora está en gran parte bajo agua porque creímos que era inagotable. Como siempre nos creímos más inteligentes y sobre todo más "vivos" que los demás, hemos destruido nuestro sistema educativo, que era el mejor del continente. Como creíamos en el ascenso social, nos olvidamos de fomentar la cultura del trabajo: total, aquí "nadie hace guita trabajando". Como nos creímos el "granero del mundo" llegamos a la ignominia de que hubiese niños que mueren de hambre. Creímos que teníamos buena ciencia, pero nunca supimos para qué podía servirnos, y entonces alimentamos a las universidades extranjeras con nuestros egresados y nos enorgullecemos por sus éxitos en vez de avergonzarnos de haberlos expulsado. Como creímos el mito de que un peso era un dólar, durante 10 años nuestros bancos crearon dólares ficticios que luego fugaron al exterior mientras que otros nos paseamos con ellos por el mundo; tal como hace 100 años los abuelos de unos pocos de nosotros se pavoneaban por Europa en vez de trabajar y reinvertir sus ganancias como lo hacían sus colegas canadienses o australianos, con quienes nos gusta compararnos al extrañarnos de lo que nos pasó...
Del sueño de los mitos podemos despertar a la realidad de un mundo en el que actúan fuerzas emergentes que son muy poderosas, pero no sobrehumanas. Tal vez exista gente que quiere crear un imperio mundial, pero su carácter no es divino ni demoníaco: son simples humanos como nosotros, que no responden a invocaciones mágicas; son los emergentes de un sistema globalizado.
Las ventajas de ese sistema no nos vendrán por "derrame", como pretende el mito preferido por el sistema; pero también es un mito que estamos condenados por él a una miseria sin remedio.
     
     
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