Miércoles 14 de mayo de 2003 | ||
La tormenta de los años "30 | ||
Por Osvaldo Alvarez Guerrero |
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La interrupción del diálogo con la historia o, como se afirma a menudo, la pérdida de la memoria colectiva, ha sido una debilidad de la cultura cívica argentina de los últimos años. El reciente libro de Tulio Halperín Donghi, "La Argentina en la tormenta del mundo. Ideas e ideologías - 1930-1945" (Siglo XXI editores Argentina. Bs. As., abril de 2003) atestigua esa debilidad respecto de un período que muchas veces fue llamado "Década Infame" y que, últimamente, ha estado sometido a diversas revisiones, entre otras, la atractivamente provocadora de Juan José Sebreli. Una de las estrategias más comunes para interpretar el presente es invocar el pasado. Convengamos que entre quienes piensan el mundo con algún rigor, no hay acuerdo sobre qué es lo que está pasando ahora. Este pluralismo de disensos parece una muestra de lo inevitable de las divergencias humanas, aun para los analistas y estudiosos que se consideran más sabios y preparados para dar esas opiniones. Igualmente compleja sería cualquier respuesta que se intentara respecto a saber qué cosa es el pasado. Aquellos que se interesan en la historia, y quienes tienen conciencia de su importancia, se cuestionan si el pasado es verdaderamente pasado, muerto y enterrado, o si continúa bajo formas quizá diferentes. Y los historiadores están configurando los límites del pasado en algunos nombres, en algunos territorios, en algunos episodios o en algunas cifras, y por lo tanto pretenden apresar, demasiado atados a límites, fechas y espacios finitos, una realidad que está llena de rincones inescrutables o indefinidos. Lo interesante de Halperín Donghi es el rigor de sus investigaciones -centradas en la historia de la Argentina y Latinoamérica, en las que es un prestigioso experto- y la erudita fundamentación documental con la que trabaja. No elude el distinguido académico, que lo es Halperín, y por las mejores razones, la agudeza de juicios comprometidos. Su interpretación de los hechos es generalmente muy prudente y objetiva. Resulta evidente y elogiable su alineamiento en las posiciones democráticas. Cierto escepticismo, con alguna ironía para descubrir falencias, contradicciones y dislates en la actuación de las conocidas figuras intelectuales y políticas, le pone pimienta a su estilo, a menudo complicado en una difícil técnica expositiva. "La Argentina en la tormenta" es una historia de ideas, en una etapa en la que la crisis del país se registraba en un marco "infinitamente más vasto que azotaba al entero planeta". El autor explora las perspectivas que adoptó la Argentina frente a esa tormenta mundial desde su propia crisis. La decadencia de las instituciones representativas se profundizaba en el occidente europeo, cercano al derrumbe de las democracias liberales, tanto como en la Argentina. De hecho éstas se habían derrumbado en sus formas y contenidos ya en todos los países de Europa, con excepción de Gran Bretaña y Francia. El intervencionismo del presidente Roosevelt era un intento, todavía dudoso a principios de los treinta -pero finalmente exitoso- para defender la tradición democrática liberal norteamericana y atenuar las consecuencias de la recesión económico-financiera desde dentro mismo del sistema capitalista. Pero la violencia del comunismo stalinista y la del nazi fascismo parecían por entonces invencibles en casi todo el mundo de entreguerras. La catástrofe, pues, se cernía. El agravamiento del conflicto generalizado culminaría con la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial y el triunfo inicial en esos acontecimientos del más feroz totalitarismo. Luego de la caída del régimen constitucional de Hipólito Yrigoyen en 1930, el intento fascista del general Uriburu duró poco. Los gobiernos del general Agustín P. Justo y de su sucesor Eduardo Ortiz, aferrándose a las formas institucionales liberales, eran una contradicción en sí mismos. Fraudulentos hasta el cinismo, mostraban, obcecados, las apariencias del Parlamento, del Poder Judicial y de las libertades de prensa. La Argentina, decía el ministro de Economía Federico Pinedo en 1939, era "el único país del mundo que todavía pensaba en el voto" y hasta cierto punto era cierto. Pero al propio tiempo se adoptaron políticas modernas con fuerte intervención reguladora del Estado: creación del Banco Central, del impuesto a las Ganancias, establecimiento de las juntas de granos y carnes, construcción de obras públicas -caminos y elevadores- para superar, con éxitos interesantes, el desempleo y la recesión. El modelo agroexportador se aseguró con la apertura del mercado inglés por medio del Pacto-Runciman, severamente acusado de colonialista por el nacionalismo económico. Pero esos gobiernos no descuidaron el control de algunos instrumentos estratégicos del desarrollo, como YPF, el Correo, y Vialidad Nacional. Y aun antes que otros países desarrollados, se superó la depresión económica. La ilegitimidad fraudulenta y la injusticia social fueron la contracara negativa del sistema oligárquico, pero habilidoso y flexible, teniendo en cuenta las circunstancias mundiales. Halperín se ocupa del choque de ideas que aquellos tiempos confusos provocaron entre algunos intelectuales a través de libros y revistas. Registra citas sorprendentes en las polémicas entre católicos retardatarios, fascistas confesos, nacionalistas y antiimperialistas. Los posicionamientos en favor del eje nazi fascista (por ejemplo Julio Irazusta, Manuel Gálvez, Ramón Doll y Julio Fingerit) se contraponen con los aliadófilos del Grupo de la Revista Sur que dirigía Victoria Ocampo. Reveladoras son las ambigüedades e ignorancias que una izquierda muy confundida -lo que ha sido frecuente en nuestra historia- en figuras como Alfredo Palacios, José Luis Romero, Aníbal Ponce y Rodolfo Ghioldi. Menos curiosidad despiertan las críticas que desliza el autor respecto de Forja. El énfasis de Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche en atacar al imperio inglés, ya en decadencia, y su neutralismo a ultranza, los fue conduciendo a posiciones que funcionalmente eran fácilmente asimilables a la simpatía por el franquismo durante la Guerra Civil Española, y una distracción poco perdonable respecto del Holocausto y de las matanzas de Stalin. El acento que pone Halperín -y otros historiadores de las ideas- en recordar y revisar textos de algunas minorías intelectuales y académicas -nacionalistas antibritánicos, pronazis, marxistas en sus diversas variantes- merece, sin embargo, alguna observación. El libro omite el examen de un campo importante y protagónico del debate de ideas: la Unión Cívica Radical y su conducción oficial que respondía a Marcelo T. de Alvear, y la de quienes, no participando en el Grupo Forja, como Arturo Frondizi, Moisés Lebensohn, Ricardo Balbín o Amadeo Sabattini, entre otros, impulsaban una renovación de los cuadros internos y una actualización programática. Por ejemplo, no se menciona la firme actitud de Alvear en favor de la República Española y su claro enfrentamiento con el nazismo. Y no es que falten textos, discursos, publicaciones periodísticas y documentos oficiales del radicalismo de esa época. Baste señalar la revista-libro radical "Hechos e ideas", hoy casi totalmente olvidada, que constituía la voz oficial del partido mayoritario en ese tiempo, editada entre l935 y 1942. La revista, de extensa difusión en su época, incluye trabajos de intelectuales, economistas y dirigentes políticos, nacionales y extranjeros, de pensamiento democrático y progresista, muy bien definidos en un posicionamiento de lucha contra el conservadurismo del régimen y contra los autoritarismos fascistas y comunistas. Igual salvedad merece la omisión del movimiento sindical -que ya estaba asumiendo el vigor que una sociedad moderna exigía- y de los movimientos universitarios. Pero es ésta una observación menor y justificable, pues el libro de no más de doscientas páginas no puede ocuparse de todo. |
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