Martes 13 de mayo de 2003
  Clases medias ¿huérfanos o nómades en la política?
 

Por Gabriel Rafart

  El análisis de los partidos mayoritarios en nuestro país no logró jamás eludir una mirada sociológica. La discusión en torno de la naturaleza social del radicalismo y del peronismo pretende establecer las razones que hacen al montaje de un determinado vocabulario, un definido ritual o un errático comportamiento político. El panorama resultante de este primer turno electoral refleja una pesada herencia de mudanzas e incertidumbres sobre el comportamiento histórico de nuestras clases sociales en relación con el sistema de partido. Podemos afirmar que la primera víctima de estos cambios es la identidad partidaria de las clases medias.
Las cosas parecen no haber cambiado significativamente para los sectores sociales que se ubican por debajo de las clases medias. Ciertamente, desde la irrupción del peronismo en el escenario público, éste había mostrado toda la fuerza de una cultura plebeya y herética. Su vocación hegemónica, cuando no dominante, había sabido entenderse durante los tiempos de Juan Domingo Perón con un decidido programa redistribucionista en lo social. Los defensores de esta fórmula insistían en que respondían al mandato proveniente de una base social de carácter popular y obrera. Un análisis factual de las distintas contiendas electorales confirmaba esa sentencia. El peronismo siempre fue exitoso en la interpelación de los sectores populares. Los resultados de la primera ronda de cara al ballottage del 18 de mayo no parecen contradecirlo. La sola revisión del caudal de votos obtenidos por Menem, Kirchner y Rodríguez Saá en los distritos más empobrecidos y populosos del entero país parecen consolidar esta apreciación. De hecho un cercano 60% de votos obtenidos por esas tres fórmulas -ninguna de las cuales ocultó su definición y apelación a la identidad peronista- los ubicó en el punto máximo del caudal electoral logrado por esa fuerza política, similar a lo ocurrido treinta años atrás en la última elección que tuvo por aspirante a la presidencia al mismo fundador del movimiento. Es cierto que en aquella ocasión el peronismo sumó votos tanto de una clase trabajadora de cuello duro como de los hijos radicalizados de la clase media que creyeron encontrar en el justicialismo las claves de cambio de sus ansias liberadoras.
En cambio al radicalismo se lo expuso como la encarnación política de las clases medias, que en la Argentina se las estimaba un robusto cuerpo social dotado de una voluntad de progreso y talento. Una estimación sociológica, siempre en discusión, entendió que estas clases constituyeron, desde el impacto modernizador que significó la inmigración y el crecimiento urbano de principios del siglo XX, un cuarenta por ciento de la sociedad. Se afirmaba que el radicalismo hablaba el lenguaje de las clases medias. De allí que siempre se lo pensó como su vocero y representante detrás de un programa nunca preciso pero que tenía un léxico de sesgo liberal. El partido de Balbín y Alfonsín era el soporte intelectual e institucional del Estado de derecho. Era la legitimidad de un orden que ponía todo su capital en valores y pretendidas virtudes republicanas. Sabemos que su historia reciente careció de una actitud consecuente en este campo cuando por razones redentoras lo ubicaron en no escasas ocasiones dentro del campo del golpismo. Es cierto que en otros momentos fue víctima de las lógicas autoritarias, unas veces venidas de la manos del peronismo y otras, del autoritarismo militar.
Tampoco había homogeneidad en esa identidad. Ciertas porciones de esas clases medias repartieron sus preferencias políticas dentro de formaciones distintas de ese centro liberal que fue el radicalismo. Unas veces recurrieron al lenguaje político de las derechas y otras de la izquierda. Su pasividad frente a la llegada de la última dictadura militar, las hizo asumir una actitud complaciente desde una lógica marcada por una mezcla de miedo al desorden y antiperonismo recalcitrante durante la época de Isabel Perón. Los tiempos del regreso a la democracia activaron definiciones olvidadas y, como lo hizo gran parte de la sociedad, asumieron la defensa de un régimen político naciente, abierto hacia las libertades políticas y los derechos humanos frente a tanto terror vivido durante el Proceso. El radicalismo de Alfonsín fue su apuesta. A partir de entonces, la reunión segura que hacia toda tesis sociológica de una Unión Cívica Radical mayoritaria en las clases medias y un voto radical igual a sectores medios entró en proceso de mudanzas que aún no ha finalizado.
El derrotero de nuestra clase media durante los noventa marca el inicio de un camino de ambigüedades y equívocos. Volvieron a los tiempos del miedo al desorden cuando los últimos días de Alfonsín y los primeros de Menem, para luego regocijarse cómodamente en el mundo de los shopping recién inaugurados y los viajes al exterior en tiempos en que éste supo poner orden a las cosas dentro del programa desprolijo del neoliberalismo vernáculo. Fueron momentos florecientes para la UCD de Alvaro y María Julia Alsogaray y giro pragmático de la UCR hacia un liberalismo que sabía más a conservadurismo. Esas mismas clases medias se despertaron, después de informarse que a ese estado saludable de sus bolsillos y consumismo desaforado, el menemismo les había hecho mucho daño a las instituciones republicanas y campeaba la corrupción. Y aún más, su principal referente partidario, la UCR de Alfonsín, había optado por pactar en el "94 por una nueva carta constitucional para consagrar la reelección presidencial.
Con aquellos episodios comenzó la actual orfandad y nomadismo partidario de las clases medias. La primera experiencia del Frente Grande, aun habiendo surgido del riñón peronista, generó abiertas expectativas en una parte considerable de estos sectores sociales. Es cierto que como oferta partidaria sabía más a izquierda, pero se acercaba a sus horizontes históricos porque ese nuevo frente aceptaba los valores republicanos. Esa orfandad pareció clausurarse provisoriamente durante una primavera muy corta, entre el "97 y el primer año de De la Rúa como presidente de la República, cuando la Alianza entre un centro y una izquierda moderada daba señales de una vitalidad asombrosa. No podemos pasar por alto que una porción no desdeñable de ese segmento social en las presidenciales del "99 había querido sanear su identidad política bajo la oferta de Domingo Felipe Cavallo.
Aquel fin de otoño del 2001 y ese verano del 2002 que asomaba, con calles y plazas destinadas a la deliberación sin tapujos, mostraron los distintos ropajes de la dinámica política de nuestras clases medias que explicaban su malestar no tanto con la política pero sí explícitamente con las representaciones partidarias y gubernativa. De allí el reinicio por la búsqueda de nuevos partidos y candidatos originales. El retiro de más de cuatro millones y medio de votos a la entonces nominal Alianza y otro millón doscientos mil a la Acción por República en esas elecciones legislativas de octubre del 2001, y el nacimiento de una oferta distintiva -el ARI- junto con el incremento de votantes en la izquierda fueron el paisaje de ese camino sin rumbo.
El reciente acto electoral sumó nuevos datos a este cuadro de situación. En efecto, el lanzamiento de iniciativas como "Recrear para el Crecimiento" del economista López Murphy y la afirmación en el campo electoral de "Argentina para una República de Iguales" de la diputada chaqueña Elisa Carrió, junto con el abrumador retiro de votos a la UCR, así como la extinción de la UCD y la apuesta partidaria de Cavallo, son parte del paisaje del reacomodamiento de la oferta partidaria al interior de las clases medias. Por supuesto que no podemos pasar por alto que las dos fórmulas peronistas que concurrirán al ballottage recibieron aportes posiblemente minoritarios de estos sectores sociales.
El proceso de construcción de ofertas partidarias parece gozar de regular salud entre los sectores populares. El peronismo continúa siendo su continente partidario. La situación es muy diferente en el mundo social que se eleva por encima. La UCR parece hoy herida de muerte. De hecho está en discusión si puede mantener a salvo sus refugios provinciales. Cuando se complete el panorama electoral, sabremos si un Río Negro o un Chaco siguen contándose entre aquellos distritos gobernados por el centenario partido. Por ahora es seguro que las legislativas de este año y las provinciales, fuera del polo formado por los distintos peronismos, serán animadas por las huestes de López Murphy y Elisa Carrió. Sin embargo ambas experiencias recientes afrontan una encrucijada tendiente a poner fin a la orfandad y nomadismo de la clases medias. Y esa encrucijada no es otra que, en términos de Juan Carlos Torres, implica seguir destinando recursos personales y materiales en consolidar una alternativa de poder institucional en el mediano y largo plazos o ceder a la tentación de influir en el corto plazo respondiendo a las exigencias de gobiernos necesitados de su apoyo. La UCR pactista del "94 y la más reciente y sospechada de fraude de Moreau, el Frepaso y su Alianza imaginada, la Acción por la República, unos desde el centro, otros desde la izquierda y aquellos por la derecha, bastan a modo de ejemplos de esa orfandad y consecuente nomadismo.
     
     
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