Viernes 9 de mayo de 2003
 

La ilusión fundamental

 

Por James Neilson

  Pensándolo bien, la democracia igualitaria que es el credo dominante de nuestro tiempo descansa en una contradicción: se supone que en libertad todos tienen la misma posibilidad de destacarse aunque, en buena lógica, en cualquier orden concebible sólo podrán hacerlo los integrantes de una minoría sumamente pequeña. Por razones evidentes, a la mayoría no le será dado jamás ubicarse por encima del promedio. Este no es un problema menor. A fin de intentar solucionarlo, algunos igualitarios han soñado con sociedades forzosamente totalitarias en las que todos reciban un ingreso idéntico, pero los esfuerzos por concretarlo llevaron inevitablemente a sistemas férreamente jerárquicos manejados por élites cerradas. Los costos de tales "experimentos" han sido colosales: se calcula que el siglo pasado los comunistas sacrificaron a cien millones de personas antes de darse cuenta de que "utopía" quería decir "en ninguna parte". Otros, un poco más realistas, trataron de mantener separadas las pirámides supuestas por el reparto de bienes materiales de las construidas mentalmente de acuerdo con el prestigio disfrutado por quienes sobresalen en oficios escasamente rentables, pero tales arreglos nunca fueron satisfactorios por querer ser debidamente respetados los ricos y bien remunerados los prohombres intelectuales, eclesiásticos y, últimamente, deportivos. Sin embargo, aunque siguen librándose sin tregua las luchas rencorosas por influencia, poder y, si bien pocos lo confesarán, por el dinero entre las diversas tribus que conforman la sociedad, las democracias han resultado ser asombrosamente estables. Si bien la inmensa mayoría se ve rezagada conforme a las pautas generalmente aceptadas, para decepción de los revolucionarios sólo en ocasiones muy raras se alzó en rebelión contra el statu quo imperante.
¿Por qué? Porque con pocas excepciones, todos comparten la ilusión de que un día ellos también podrían sumarse a la minoría necesariamente minúscula de "exitosos". Según una encuesta que se hizo hace poco en Estados Unidos, los obreros industriales, hombres y mujeres cuyos ingresos se vieron reducidos notablemente en los años últimos, mientras que los miembros de una élite empresarial y profesional se enriquecieron como nunca antes, no se opusieron a la reducción ordenada por el presidente George W. Bush de los impuestos que pagan los plutócratas por entender que si ellos mismos tuvieran suerte se encontrarían entre los beneficiados y que sería justo que pudieran disfrutar de una proporción mayor de sus ganancias hipotéticas. Puede que sólo uno de cada cien mil lo lograra pero, lo mismo que quienes compran los boletos de aquellas loterías que prometen premios multimillonarios, los perdedores se niegan a ser realistas, motivo por el cual nunca les ha atraído en absoluto el discurso de la izquierda niveladora.
La democracia igualitaria, pues, se basa en una fantasía que es claramente ilógica incluso en un país tan pleno de oportunidades como Estados Unidos, pero aun así los más entienden que las alternativas propuestas al orden existente les resultarían incomparablemente peores. En cambio, en América Latina, donde las posibilidades brindadas por economías poco productivas son decididamente menos brillantes que en el "Primer Mundo", la mayoría propende a confiar más en la política y en la agitación social que en "el mercado", de ahí el protagonismo de personajes vinculados de alguno que otro modo con corporaciones que suelen considerase "familias" extendidas que, por operar en un medio ambiente a su juicio hostil, no suelen preocuparse demasiado por las reglas formales.
A comienzos del siglo pasado, era posible creer que el orden "politizado", fuertemente influido por los valores tradicionales pregonados por el catolicismo, resultaría ser tan eficaz como el capitalista y liberal propio de Estados Unidos y el norte de Europa, pero andando el tiempo la diferencia se haría cada vez más flagrante. Con todo, los esfuerzos esporádicos por adaptarse a la realidad así supuesta nunca han prosperado. En la actualidad, ningún país latinoamericano disfruta de un ingreso per cápita que sea más que una fracción modesta del estadounidense. Chile parece estar avanzando por un camino que luego de un par de décadas podría llevarlo al "desarrollo", pero la Argentina y, en menor medida, el Brasil perdieron terreno al ser vapuleados por nuevas crisis financieras. Como es natural, los resueltos a aferrarse al viejo orden han aprovechado los fracasos recientes de los "modernizadores" para insistir en que hay que redoblar la resistencia al "neoliberalismo" y a la "globalización" , palabra que se usa para calificar las consecuencias múltiples del dinamismo al parecer irrefrenable de las economías de mercado encabezadas por la estadounidense.
Al acercarse a su culminación la primera etapa de la campaña electoral, la retórica antiliberal de los consustanciados con el populismo como el peronista Néstor Kirchner, el radical Leopoldo Moreau y la arista Elisa Carrió alcanzó una intensidad rayana en la histeria, lo que podría entenderse porque, al fin y al cabo, parecía que a "la gente" no le interesaban mucho sus tremendas advertencias. Que tantos les dieran la espalda puede considerarse sorprendente porque si bien con sus propias recetas no proponían una "salida" sino más bien la voluntad de conformarse con lo que podría producir un "modelo" económico penosamente anticuado, no cabe duda de que para tener éxito la estrategia planteada por Ricardo López Murphy y, de manera más festiva, Carlos Menem, requeriría no sólo una cantidad de reformas traumáticas sino también un "cambio de mentalidad" bastante improbable. Es más realista porque ya es patente que a menos que los argentinos opten por respetar las mismas reglas que norteamericanos y europeos, no podrán disfrutar de los mismos beneficios materiales, pero es menos realista por suponer el abandono de formas de pensar que son profundamente arraigadas.
Por fortuna, no es una cuestión de convertir al "pueblo" al racionalismo liberal: en Estados Unidos, la mayoría cree con pasión en una variedad de mitos que ningún intelectual que se precie soñaría con reivindicar, razón ésta por la que George W. Bush ha sido tratado con tanto desdén por quienes se suponen de vuelta de la religiosidad popular que al parecer subyace en su mente. Lo importante es convencer al establishment intelectual de que dadas las circunstancias a la Argentina no le queda otra opción que la de ya intentar promover el capitalismo liberal o ya renunciar a las ventajas materiales innegables que sólo dicho sistema económico está en condiciones de crear.
Aunque algunos intelectuales como Marcos Aguinis, Juan José Sebreli y Santiago Kovadlof se han comprometido públicamente con López Murphy, la mayoría abrumadora de quienes integran su gremio sigue proclamándose de "izquierda", si bien hoy en día su ideología tiene menos que ver con la hipotética reorganización de la sociedad para que se conforme a las recomendaciones de los marxistas presuntamente más avanzados que con subrayar su propio odio hacia Estados Unidos, obsesión que los ha llevado a asumir posturas grotescamente reaccionarias como las supuestas por la solidaridad "objetiva" con Saddam Hussein y el ensalzamiento del dictador cubano Fidel Castro. Si sólo se tratara de fustigar al "imperio" por sus pecados, los perjuicios ocasionados por tanta xenofobia se limitarían a lo sumo a la diplomacia, pero muchos caen en la tentación de "profundizar la crítica" oponiéndose sistemáticamente a todo lo vinculado con Estados Unidos, incluyendo, desde luego, su sistema económico aunque conforme a todas las pautas ha resultado ser el más eficaz de la historia del género humano.
Mientras conserve su poder el establishment intelectual que se cree "progresista", respaldado por sus propios motivos por el grueso de los políticos profesionales más la jerarquía eclesiástica, a la Argentina le resultará sumamente difícil emprender las muchas reformas que serán necesarias para que pueda asegurar a virtualmente todos un ingreso mínimo y mantener viva la ilusión de que cualquiera contará con la posibilidad, por reducida que fuera, de triunfar sin tener que elegir ponerse al servicio del viejo orden, ilusión que está en la base de la democracia que para sobrevivir ha de prometer mucho más de lo que jamás podría dar.
     
     
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