Jueves 8 de mayo de 2003
 

Diógenes, el perro

 

Por Jorge Castañeda

  Cuenta la tradición que Diógenes, el filósofo griego fundador de la secta de los cínicos, vivía en un barril para demostrar su desprecio por los placeres y los lujos. La leyenda agrega un supuesto encuentro entre Alejandro Magno, rey de Macedonia, y Diógenes: "El conquistador se presentó diciéndole: "Yo soy Alejandro, llamado el griego". Diógenes le respondió: "Y yo soy Diógenes, llamado el perro"". (Debemos aclarar que cinismo viene de la palabra griega kyon que significa perro).
El emperador, también llamado el Magno, le preguntó entonces qué era lo que más deseaba. La insólita respuesta dada por el genial filósofo nacido en Sinope, Asia Menor, fue: "Que te muevas un poco, me tapas el sol".
Y ha trascendido que Alejandro -el hijo de Filipo- habría dicho luego de ese encuentro: "Si no fuese Alejandro, desearía ser Diógenes".
En memoria y homenaje al filósofo estoico, los atenienses levantaron un monumento sobre el cual reposaba la figura de un perro.
Diógenes, del cual no se han encontrado escritos, predicó la autosuficiencia, las virtudes de la vida simple, el desprecio por las riquezas y las convenciones y el escarnio por las reglas sociales.
Se dice que vivió casi toda su vida en la ciudad de Corinto, luego de haber sido raptado por piratas y vendido como esclavo. Séneca, el filósofo y orador romano al que había llegado la fama de Diógenes, no fue muy halagador en su juicio pues dijo que "un hombre quejoso, permanentemente molesto y perturbado, necesariamente tenía que vivir en un barril".
Los relatos de sus dichos y de sus hechos destacan que "portaba una lámpara día y noche buscando un hombre honesto".
Como Sócrates y su famoso tábano, Diógenes y su no menos famoso barril fue perseguido por el poder político de su tiempo que nunca pudo tolerar la libertad de pensamiento y una conducta de vida regida por férreos principios. Ese poder político corrompido que llevó a decir a Platón en la época de los Treinta Tiranos que "Entonces me comenzó todo a dar vueltas con vértigo de náuseas, y llegué a la convicción de que todas las actuales constituciones de los pueblos son malas. Y entonces me vi impelido a cultivar la auténtica filosofía, pues a ella hacía yo el honor de creerla fuente del saber para todo, maestra de lo que es bueno y justo en la vida pública, como en la privada".
Tiempos de decadencia que llevaron en Roma a decir al tribuno y orador Marco Tullio Cicerón en sus Catilinarias al sufrir la perversidad de los gobernantes que tiranizaron el pueblo: "¡O tempora! ¡O mores!" ¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres!
La Argentina de hoy asiste impávida al tránsito de democracias formales, arrutado su destino y tergiversados sus valores. Un nuevo siglo pareciera esperarla para que despierte al sentido liminar que imprimieron sus fundadores. Sin embargo sólo se aprecia en sus dirigentes disputas menores por causas sin grandeza, ajenos y dando la espalda a los sufrimientos de esa Argentina invisible a la que aludía Eduardo Mallea en sus libros. Esa Argentina que espera un cambio, que necesita una escala de valores acorde con sus expectativas y que dormita en un sopor de orfandad y despreocupación. Porque necesita líderes, estadistas y hombres públicos de ejemplo ético y conductas austeras.
Esa Argentina que carece de ciudadanos como Cicerón incordando con sus admoniciones al tirano Catilina, como Sócrates que bebió la cicuta sin inmutarse despreciando al poder de su tiempo, o como Platón que comprendió que la búsqueda de lo justo y de lo bueno estaba en la filosofía y no en la corrupción de la política.
Nos hace falta tal vez a los argentinos un Diógenes, el perro con su lámpara caminando con su barril por las calles buscando un hombre honesto.
Y en ese país invisible estoy seguro de que no sólo encontrará a uno sino a miles, porque todavía nada está perdido.
     
     
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