Miércoles 7 de mayo de 2003
 

La ONU en el siglo XXI: ¿conflicto o coexistencia?

 

Por Julio Barboza (*)

  Hablar de la comunidad internacional es otra manera de referirse al género humano, sólo que estructurado en grupos territoriales de poder que a través del tiempo fueron consolidándose como los actores principales de la escena hasta llegar a 1648, que con la Paz de Westphalia sentó las bases de un sistema de estados.
Nadie manda sobre los estados, éstos son soberanos, pero decidieron entre sí aplicar a sus relaciones algunos principios jurídicos.
La historia de las relaciones internacionales es la historia del uso de la fuerza en aquella comunidad, y el mejoramiento en la convivencia de las naciones ha corrido aparejado con su reglamentación y su -mayor o menor- respeto.
Otro gran eje del progreso es la cooperación entre los estados, que ha florecido desde mitad del siglo XIX con los servicios públicos internacionales.
En sus períodos de locura el mundo se entregó a irracionales carnicerías. No otra cosa que locuras fueron las gigantescas revulsiones de la Guerra de los Treinta Años en el siglo XVII, las guerras napoleónicas y las dos conflagraciones mundiales de 1914/18 y de 1939/45.
A ellas sucedieron, como reacción ante el horror y la masacre, importantes tentativas de poner las relaciones internacionales sobre bases de alguna forma de orden.
No es fácil hacerlo, porque la comunidad de naciones es descentralizada y no hay una organización con fuerza propia como para imponer un ordenamiento jurídico de poder incontrastable.
Luego de la Guerra de los Treinta Años, el sistema de estados westfaliano con su frágil equilibrio de poder; tras las guerras napoleónicas, el concierto de Europa, basado en el predominio de las grandes potencias; y después de las dos guerras mundiales -cuando estas potencias se disputaron entre sí- la Sociedad de Naciones y la Organización de las Naciones Unidas. Surgió así la idea de la llamada "seguridad colectiva" en mentes esclarecidas como las de dos presidentes de los Estados Unidos, Woodrow Wilson y Franklin D. Roosevelt, quienes condujeron sucesivamente a ese gran país en las dos guerras mundiales.
Su resultado: la Sociedad de Naciones en la primera posguerra y las Naciones Unidas en la segunda.
Aquellos experimentos naufragaron sucesivamente hasta llegar a nuestra organización mundial, que sobrevivió a la Guerra Fría y que en el campo de la cooperación y del derecho internacional hizo la obra más importante de la que hay memoria.
También intentó reglar el uso de la fuerza con algunas normas que la costumbre consagró y que, con excepciones menores, se hicieron convicciones generales: su monopolio corresponde al Consejo de Seguridad y los estados sólo pueden utilizarla en defensa propia, frente a un ataque armado.
La ONU es, pues, el experimento de organización internacional más exitoso y más duradero que registra la historia de las relaciones internacionales. Hablar de inoperancia de las Naciones Unidas o considerarla un "sello de goma", como oí decir a algún liviano comentarista radial, no es una actitud responsable ni otra cosa que atribuirle culpas que no tiene.
Las Naciones Unidas carecen de fuerza propia y su capacidad de decisión depende enteramente de que sus estados miembros cumplan con las obligaciones que les corresponden.
Estas obligaciones figuran en la Carta y ésta no es sino un tratado y los tratados deben ser cumplidos. En la medida en que se cumplan, la Organización funciona. O sea, que las Naciones Unidas son lo que sus estados miembros y, en particular, los miembros permanentes del Consejo de Seguridad quieren que sea. Si éstos no están de acuerdo sobre las reglas básicas del juego internacional, pues no habrá juego limpio y sí ley de la selva.
Pienso que no debemos tirar por la borda instituciones cuyo establecimiento costó tanto trabajo y su ausencia trajo tantos males a la humanidad; por el contrario, debemos cuidar preciosamente su existencia y tratar de que funcionen apropiadamente. El peso de la opinión pública internacional no es en nuestros días despreciable.
Hoy se trata de la guerra preventiva, invocada por Washington como justificativo de su acción en Irak. Eso nos lleva a una antigua concepción de la Iglesia, la de la "guerra justa".
Es que el catecismo, como explicó Ratzinger, el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, no abriga una posición pacifista "a priori"; de hecho admite la posibilidad de una "guerra justa" por motivos de defensa.
Pero aun así, establece una serie de condiciones muy estrictas al mismo tiempo que razonables: debe existir una proporción adecuada entre el mal a ser erradicado y los medios empleados para ello.
En síntesis, si con el propósito de defender un valor (en este caso, la seguridad nacional) mayor daño es causado (víctimas civiles, desestabilización en el Medio Oriente con los riesgos que trae aparejado el incremento en el terrorismo), entonces el recurso a la fuerza ya no es justificado.
A la luz de estos criterios, Ratzinger rehúsa ceder el estatus moral de una guerra justa a la operación militar contra Saddam Hussein. Pero todo ello es todavía vieja doctrina y tiene un cierto aroma individualista, como si la guerra no afectara vitalmente a la humanidad.
Por eso es tan interesante y tan actual la otra consideración que Ratzinger añade a la anterior: "Decisiones como ésta deben ser tomadas por la comunidad de naciones, por la ONU y no por una potencia individual".


Parte II

"No hay que vender la piel del oso antes de cazarlo", reza un antiguo proverbio ruso. Pues bien, tras la toma de Bagdad ya podemos venderla y dar por terminado el régimen hasta ayer actual en el Irak. Y como el hombre es un ser proyectado al futuro, las fuerzas se están moviendo para un mañana iraquí que es prácticamente el hoy.
El presidente Bush prometió un papel "vital" para las Naciones Unidas en la era pos-Saddam, pero sin precisar demasiado qué entendía por "vital". El señor Rumsfeld y su seguidor en jerarquía pero inspirador intelectual, Wolfowitz, quienes no están sometidos a las limitaciones diplomáticas del presidente, aclararon su pensamiento: para la ONU un rol humanitario, de ayuda y hasta allí llegamos. Los aspectos políticos quedarán para Washington, más exactamente para el Salón Oval. Cambiar esto no parece fácil.
La divergencia con los amigos de Londres y Madrid no es baladí y su sombra llega a todo el Medio Oriente y quizá más lejos. Veamos.
Tony Blair y Aznar, contrariamente a lo anterior, están en favor de darle a la ONU el papel principal. Acaso esa posición no sea enteramente desinteresada ni completamente de principio. Ambos líderes remaron contra la corriente de una opinión pública abrumadoramente adversa y quieren ahora remendar en parte la ilicitud cometida al usar la fuerza sin autorización del Consejo de Seguridad.
En alguna medida, una reasunción por la ONU de su papel central, juntamente con la benéfica acción del triunfo militar -en el fondo, razón suprema- legitima sino legaliza la acción de fuerza, siendo legalidad lo que consiente la ley y legitimación un concepto más afín con lo aceptable por la opinión pública.
Finalmente, no era sino una legitimación no legalizadora la que buscaba Washington cuando sondeó las posibilidades de una resolución del Consejo, que aun anulada por el veto francés reunió una mayoría inválida legalmente para superarlo.
Desde luego, esta diferencia entre los aliados es demasiado seria para ser disimulada. Obviamente, si el objetivo norteamericano es reformular el Oriente Medio, no sería muy aceptable a los "reformuladores" dejar libradas las decisiones políticas a un Consejo de Seguridad cuya opinión diferiría, en más de un rubro, con la de los Estados Unidos.
Al fin y al cabo, pueden ellos argüir, fue este país el que puso la mayor decisión y el más grande esfuerzo militar para la aventura iraquí y quien dirigió a la coalición en el terreno.
Ahora París, Berlín y Moscú pretenden, después de haberse opuesto frontalmente a la medida norteamericana, nada menos que intervenir en el proceso de cambio del Medio Oriente, salvaguardar importantes intereses contractuales con Irak y de aun salir airosos de algún modo en un desarrollo que, de otra manera, podría volverse en su contra.
Ya hay críticos de Chirac que le reprochan -Vargas Llosa entre ellos- una actitud tan extrema como la que tomó, que habría empujado a Washington a salirse del corral que creaba el régimen de la Carta respecto del uso de la fuerza. Y mantener a Washington adentro era lo indicado, sostienen esos críticos, para que su alejamiento no destruyera tan visiblemente la normativa internacional.
La decisión respecto del papel de las Naciones Unidas en la reconstrucción de Irak es de primera importancia.
Amén de razones de legalidad y eficiencia que apuntan hacia la organización mundial, si ésta vuelve en forma principal de algún modo se habría reinstalado, aun con graves deterioros, no sólo el sistema de uso de la fuerza preconizado por la Carta de las Naciones Unidas, sino en alguna medida todo el orden jurídico que en ella se basa.
La posición anglo-española parece asumir que esta violación del uso de la fuerza fue una excepcional excepción y que en el futuro todo, o casi todo, volverá a su cauce. Un poco lo que pasó con la violación anterior, esto es, la de la OTAN en Serbia, de la que las memorias fieles al derecho no quieren conservar rastro.
Obviamente, darle a la ONU el papel central aventaría toda sospecha de neocolonialismo -candente convicción social en el Islam-, contendría la hemorragia del uso de la fuerza sin acuerdo del Consejo de Seguridad -difícil de parar de lo contrario- y daría al maltrecho derecho internacional una oportunidad de levantarse tras el golpe que le asestó la guerra preventiva.
Una guerra que, por su parte, aún debe explicar qué previno con las pruebas eventuales de existencia de armas de destrucción en masa que se encuentren en Irak.
La coyuntura está preñada de una trascendencia difícil de igualar. Estamos en momentos de decisiones vitales que sólo nos dejan a los espectadores rogar por la sensatez de los protagonistas en el tablado internacional.




(*) Embajador (retirado) del Servicio Exterior. Presidente del Tribunal Interno de la ONU. Presidente de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU.
     
     
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