Sábado 10 de mayo de 2003 | ||
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Don Leopoldo Lugones en Neuquén |
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Una
de las facetas poco conocidas del gran poeta cordobés Leopoldo Lugones
es la de policía y perseguidor de malandras. No cabe duda alguna que habrá
de llamarle la atención al lector esto de quien se tenía la imagen del
poeta de lindos vocablos y flameante chispa, que nos admiraba con su "casita
del hornero...", incapaz por ello de acciones arriesgadas como la de ir
tras la captura de un peligroso asesino evadido, por ser persona de probar
su decisión en la leonera de una cárcel levantisca y sublevada. He aquí la historia. Según nos cuenta su hijo, en "Mi padre" (Biografía de Leopoldo Lugones), en las postrimerías del año 1903 se habían sublevado los presos de la cárcel de Neuquén. Como consecuencia de la revuelta, tras partirle la cabeza a algunos guardianes, siguió la inevitable evasión. Integraban el penal toda esa anómala y contranatural humanidad del delito, habitual en los territorios donde el que no paga por mucho su crimen, queda allá en la angustiosa espera de la inocencia culpada. Don Leopoldo Lugones resulta comisionado por el gobierno para apaciguar la revuelta, atender las razones que provocaron la misma y lograr la captura de los evadidos. Instalado en el penal, dispuso las providencias adecuadas a la situación: restablecer el orden ante todo, ordenando que se diera sin merma, y en forma normal, el rancho carcelario que por razones extrañas llegaba al estómago de los presos disminuido y magro, siendo motivo de justa protesta; decidió dar abrigo a los infelices reclusos que sin calefacción de naturaleza alguna padecían los rigores del frío sembrados en las viejas celdas de la cárcel; ordenó que se los despiojara y desgreñara porque hervían de parásitos; impuso el corte obligatorio de pelo y, por último, ordenó el baño de aquella gentuza tan mugrienta. Hecho todo esto en el término de horas, no sin aspereza con los carceleros, connaturalizados con la holganza, rigurosamente impuesto a los penados, organizó comisiones armadas. Como segundo propósito se debía capturar a los evadidos. El mismo partió a caballo en casi quijotesca aventura tras la huella del fugitivo más importante. Se trataba del "Ara", apodo de un asesino chileno, empedernido en la maldad, autor junto con sus cómplices del degüello a mansalva de un estanciero y su hijo que les habían dado refugio en la noche; violador de la mujer de aquél y de la nuera, con el posterior exterminio de las infelices y, por último, el saqueo de la casa que carbonizó los cuerpos. Típico crimen de los territorios, donde pareciera que la vastedad de los campos y la desolación de los lugares encendieran bárbaras pasiones y levantaran oleajes de crueldad. Ese era el temible "Ara", cuya evasión daba casi por imposible la captura, pues aunque a pie iba rumbo a la cordillera, buscando la frontera con Chile para coronar con éxito su desesperada fuga. En Chos Malal había dejado un niño de cinco años hijo suyo y de quien sabe qué desgraciada. Lugones organizó de inmediato patrullas con soldados de línea del Noveno Regimiento de Caballería, poniéndose al frente de una de ellas. Era menester seguirle el rastro al evadido ya que no se borran tan fácilmente en la nieve las pisadas. Quien diera con el "Ara" debía avisarlo a balazos, cuyo número se había convenido de antemano. También se debía respetar en forma estricta la orden: no matar al evadido socolor de su fuga en la fuga, ardid muy en boga. Al filo del rumbo partieron por los páramos helados. Bajaron y subieron gigantescos escalones basálticos (*); dieron con los reventones de la montaña, donde las caballerías apezuñaban hasta sangrarles los cascos; fijaron la mirada en los menucos, espejados en la superficie sin suelo en el fondo. Un anochecer oyeron la corriente de un río: el Agrio. Con el caer de la noche muy negra llegaron al borde. No había puente ni vado, sólo un cajón de andarivel. Pero no podían perder tiempo. Frescas estaban las huellas del paso del asesino. Con su cuchillo había querido cortar el cable de acero, sin lograrlo. Encajonando en el andarivel, se echó Lugones solo, con su caballo, a pasar el río en el cajón donde apenas cabían hombre y bestia. El bruto, emponchada la cabeza y temblorosos los miembros ante el peligro que presentía; el hombre, con interno estremecimiento ante el riesgo que le daba en todas las fibras. Ahocinado (*) íbase el río entre sus pedregosas márgenes. Empezó la lentísima tarea de cruzar el torrente, teniéndolo cincuenta metros más abajo. Oían a sus pies el tronar en borbollones de las corrientes bravas; el taponazo que da el rodar de los pedrejones por el fondo, asentado el retumbo por el recrujir de los troncos a los que va desgajando el rabión (*). Tenebrosa era la noche. Vadearon. Con el amanecer, alguien señaló a menos de una legua la frontera. Oyeron en eso la señal convenida. Espolearon las cabalgaduras. Una patrulla, al mando de un sargento, acababa de prender al forajido. Ahí estaba el hombre de presa, jadeante aún. A cien varas el mojón limítrofe. Una quincena había marchado por los pedregales. A los cinco días quedaba sin alpargatas. Marchó descalzo. Tumefactos los pies, reventándole llagas, eran sus patas un gigote (*) informe, encostrado (*) en los tobillos por chapas de sangraza (*). Miró el cautivo fijamente al sargento, éste a Lugones. Acarició el veterano su carabina y dijo: - ¿Lo despachamos señor, nomás? Testigos, un sargento y dos soldados endurecidos por la disciplina. Los cadáveres no levantan testimonios de palabra; pero la conciencia siempre con la voz del recuerdo. No hubo tal. Cargaron con el "Ara" y con él vivo, regresaron a la cárcel; mas advertíase en el bandolero un mudo desasosiego que se le salía por los ojos; algo le daba en la cabeza. Encerrado de nuevo, el hijito del criminal rondaba por ahí, como tigrecillo fuera de los barrotes de la jaula como para él demasiado grande. Esa tarde trajeron a presencia de Lugones al forajido. Le preguntó aquél: - Dime ¿de qué tienes más gana, no siendo tu libertad? Pasaba en ese instante la criatura delante de ellos. En un relampagueo de sus ojos torvos (*) la vio el matador. Quedó en silencio. Bajó la cabeza. Volvió Lugones a insistirle: - ¿Qué es lo que más deseas en este instante? Con su dejo chileno, arrastrando las palabras respondió: - Comer un kilo de caramelos, pues siñor... Tras una vacilación añadió cabizbajo: - Porque han de ajusilarme, ¿no señor? Se le había metido al hombre sin corazón que esa noche iban a arrebatarle la vida con cuatro tiros; de ahí su peregrino pedido, postrero para él. Regresó Lugones a Buenos Aires no sin haber satisfecho tan extraña solicitud. Eves Omar Tejeda (*) basáltico: de "basalto": roca volcánica de color negro. |
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