Miércoles 7 de mayo de 2003

 

Atrás

 
  Atrás, en el segundo plano de los partidos de pelota vasca, se desarrolla una historia cotidiana. De lo más normal y que, sin embargo, puede terminar siendo extraña. Depende del lugar que ocupe uno en el globo terráqueo. Este, por ejemplo.
Es imposible no caer en la tentación de dejar el peloteo por un rato y enfocar al tipo que se engulle un sándwich de jamón crudo, ahí mismo. Una especie de no controlada envidia permite delinear mejor la sonrisa de gente que está bien. Existe un paralelo entre ser testigo involuntario de esa actividad extradeportiva -las cámaras toman la escena a destajo- y la alegría, captada en un making off, de un grupo de gente que filma un corto en Berlín. Normal: uno come, el otro filma.
Hay un consuelo tonto en suponer que el hombre no ha sido capaz de crear mundos mejores lejos del barrio. Por esa religión es que el barrio se conservará imperturbable. Sus paseos y sus baches. Lo que allá es cosa de todos los días, aquí implica una excepción. Alcanza con escuchar las odiseas de los que pagan su entrada para ver una obra de teatro o un recital. Los que intentan hacer cine, entre los espacios que les deja una actividad subalterna. No hemos nacido para realizar exactamente lo que queremos sino para luchar por que un día podamos dedicarnos a eso, de lleno: escribir, componer, cocinar, viajar.
Los viejos héroes del nuevo periodismo americano confesaban que el periodismo era para ellos un trampolín hacia la novela. El pueblo en el que se tomaban una cerveza fría antes de seguir viaje. No alcanzo a imaginar que esto pudiera decirlo hoy, acá, cualquiera que desee entrar a una redacción. A los codazos con sus colegas, con la crisis. El atleta que antes de correr debe trabajar para comprarse zapatillas. Eso es lo cotidiano. Tomando como parámetros este tipo de esfuerzos no deberíamos dudar del ingenio criollo. Tal vez sí de su disciplina, no de su esperanza.
El sándwich del vasco aquél me da envidia, por lo fácil. No puedo evitarlo. Soy de los que sacan cuentas cuando van al cine: la entrada, la nafta y, finalmente, la película.
Un segundo mito sobrevuela la conciencia latina occidental: el dinero no hace la felicidad. La máxima quizás sea cierta llevada a su extremo. No es menos cierto que el dinero compra tiempo. Y el tiempo es libertad.
El tercer mito sería asociar dinero con una mejor (notablemente mejor, según el caso) educación y cultura. Tantos años han pasado los sistemas sudamericanos, sobre todo desde los "80, alabando la lujuria intelectual de lugares como Harvard, que ha terminado por aceptarse que hay una diferencia sustancial -en lo que a calidad se refiere- entre aprender el mundo en, por ejemplo, la Patagonia o en París. "Es otra cosa, viejo". Sí, es otra. Diferente.
Nuestra mente es todavía el más valioso recurso natural. La disponibilidad de libros para alimentarla aumentará la chances de obtener desde dinero hasta el simple placer de imaginar. Un hombre sentado en un sillón, leyendo, tiene en sus manos una de las claves de la civilización. Antes que la institución, antes que el bronce está el libro en la pared. Shakespeare no se niega a nadie. Ni Platón. Percepciones del todo.
Un cuarto mito sería que el conocimiento de las ideas no tiene funciones prácticas, por lo que no conducen al bienestar económico (salida laboral inmediata), cuando es precisamente esa abismal reflexión acerca de las conductas y las creencias de la humanidad- psicología, filosofía, etc- la génesis de cualquier practicidad.
El conocimiento se adquiere con terquedad antes que con talento. La letra entra con amor o con la furia de quien no desiste. Careciendo de modernidad en el sentido material del término, de noción de progreso en lo estructural, nos queda lo virtual: ideas. Ideas de otros y de otros y de otros. Sus obras y sus lenguas.
Un dicho zen dice: si hay un alumno, hay un maestro. A veces, como dijo alguna vez Borges refiriéndose a su propio aprendizaje del alemán, no queda más remedio que enseñarse a uno mismo.

Claudio Andrade
candrade@rionegro.com.ar

   
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