Jueves 29 de mayo de 2003
  De pobreza cívica y
democracia de baja intensidad
 

Por Gabriel Rafart

  Pareciera que en el amplio mundo de opiniones ciudadanas hay coincidencia de que la política argentina está dando señales novedosas. Los más optimistas dicen que afrontamos una nueva época. Incluso aquellos que desde miradas afincadas en ese recurrente pesimismo abonado por el tiempo del fracaso estrepitoso de discursos y voluntades que lo prometieron todo y poco hicieron, estarían dispuestos a morigerar su perspectiva. Estos con vigilante cautela, aquéllos con un inocultable entusiasmo, consideran que el escenario político inaugurado este 25 de mayo del 2003 reúne condiciones para pensar que muchos de los actores y prácticas políticas imperantes deben ser enviados al baúl de los malos recuerdos.
Es cierto que los miedos recorren un territorio plagado de nichos de hostilidad hacia lo transformador. Es parte de un mundo ciudadano que carga con el temor a que un traje de moderna confección ocupe el vestuario de este nuevo residente de la Rosada que aún no se ha decidido a romper con una clase política que depredó las instituciones republicanas, llamó al silencio a la cultura cívica y destruyó la base productiva del país llevando a la pobreza a millones de argentinos.
Resulta curioso, pero Néstor Kirchner no abandonó su anticuado traje, ni tampoco su discurso inaugural como presidente fue planteado desde fórmulas que lo prometen todo. Apeló a un léxico clásico con conceptos propios de un sentido político común de manual de civismo con lenguaje republicano y democrático. Recurrió a historias conocidas, como la urgencia por poner la economía al servicio del bienestar social. Recuperó para ello experiencias pasadas y exitosas como la del New Deal norteamericano bajo las recetas de Keynes. Informó a todos de un término ya existente para pensar un modelo de desarrollo con visos de autonomía: un capitalismo nacional con trabajo y producción. Definió el lugar que le cabe a la educación en cuanto capital básico para el desarrollo humano. Insistió en recuperar la movilidad social ascendente y el impulso progresista de pertenecer a las clases medias. Destacó el papel de la ley para terminar con la anomia de los poderosos. Afirmó la fórmula de un Estado que responda ante las iniquidades sociales cuando el mercado no llega desde su mano invisible. Habló de la necesidad de leer entera nuestra Constitución Nacional, sobre todo aquel capítulo dedicado a los derechos sociales. Y aún más, insistió en sus pasajes finales en la necesidad de vivir en un país normal bajo un buen gobierno, atento a la memoria por un pasado de utopías, pero también de crímenes de lesa humanidad. En definitiva, un discurso que nadie puede catalogar de revolucionario ni menos de conservador, pero que sí se lo entiende desde la necesidad por campear el drama de millones de argentinos y darle previsibilidad a la autoridad política incrementando calidad a su ciudadanía.
Es cierto que sus definiciones son parte de un menú conocido adobado de condimentos provenientes de la cocina que supimos conocer en estos tiempos turbulentos. Pero también hubo conceptos nuevos en un contexto de silencioso optimismo que se tradujo en unas "masas populares" desmovilizadas y expectantes. Muy lejos está ese pueblo que supo vivir el peronismo al momento del ascenso a la presidencia de un hombre perteneciente a sus filas.
El nuevo presidente fue capaz de atreverse a identificar la asociación de dos de los fenómenos más trágicos de estos años: la pobreza social y la pobreza cívica. Una definición contundente, que tiene tono a denuncia pero a su vez a certero análisis estructural: la anatomía política del clientelismo está en la desocupación rampante. Hablar de pobreza cívica es reconocer esa libertad que tuvo el ciudadano promedio durante la primera parte de los noventa de crear sus propios miedos a las pérdidas en su economía doméstica y posición social, pero por sobre todo a la retracción hacia pequeñas unidades de vida, haciendo que la vida en sociedad fuera cosa del pasado. Es que la clase política de aquellos momentos no sólo privatizó el extendido mundo de empresas públicas, también lo hizo con la vida del hombre y la mujer comunes, empobreciendo su voluntad de pensarse como ciudadano. De esa pobreza cívica se habla.
El discurso presidencial también incorporó otro concepto que califica a muchos de los regímenes políticos que se extendieron en el continente en este pasado reciente. Habló de democracias de baja intensidad institucional. Ambos conceptos -pobreza cívica y democracias así calificadas- poseen una densidad de contenidos que su sola inclusión en el vocabulario institucional merece ser destacada y considerárselos como parte de un programa sustantivo para el tiempo político que se desea inaugurar. Si es un programa para la acción, luchar contra la pobreza cívica es posible sólo y cuando sea entendida correctamente. Su contenido no puede ser otro que la falta de atributos de lealtad hacia el común de la ciudadanía por parte de la clase política gobernante. Esa clase política pudo construir al "carenciado cívico" por ese modo administrativo de hacer la política. Un tipo de política que sólo creía en ganar elecciones y ocupar posiciones de poder sin recurrir a ninguna fórmula de ética pública. Y aquí tampoco se equivocó el discurso presidencial.
Bien definió el nuevo presidente esa concepción de la política imperante en los noventa. Ciertamente, se había pensado sólo en ganar y mucho menos perder elecciones, desde acciones asociadas a la utopía de una política sin consecuencias institucionales ni costos humanos.Y el balance de costos fue dramático con sus millones de excluidos empobrecidos materialmente y en su calidad cívica. Los beneficios fueron escasos y en todo caso no vinieron de esa política, sino de una cultura que supo aceptar el fin de los tiempos dictatoriales y un sustrato mínimo en favor de una vida en democracia.
La política como administración, que sólo se la pensó como construcción de actos sin daños, fue resultado de esa otra afirmación presidencial que identificó gobernabilidad con impunidad. Esta no sólo se consolidó desde la vulnerabilidad de la legalidad con la que se actuó frente a los pobres y la inmunidad a los poderosos, sino con el vaciamiento de lo público y su privatización.
Debemos aceptar que estamos en la antesala de una formulación nueva para la calidad de nuestra política. Emprender ese camino es urgente, pero nada es un regalo del cielo ni mucho menos del Palacio. Incrementar la calidad institucional de nuestra democracia sólo es factible si se logra terminar con esa pobreza cívica de la que habla el discurso presidencial.
     
     
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