Domingo 13 de abril de 2003 | |||
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El abuelo que bombardeaba escuelas con dulces |
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Casimiro Szlapelis llegó de chico a la Patagonia en 1903 y era octogenario piloto de su avioncito El Chimango en los "70. El autor de esta nota lo sugirió a Bruce Chatwin como personaje de su libro patagónico y así Casimiro trascendió al mundo.Por Francisco N. Juárez
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Retrato con El Chimango Se llevó una copia de mi nota en Siete Días Ilustrados, que aludía a vuelos y vida de Szlapelis y titulé "Los caramelos que llueven desde el cielo" publicada hace más de 28 años, pero entonces bastante reciente. Le dije que cuando un año antes me había enterado de la existencia de semejante personaje volé a Comodoro Rivadavia y unos amigos me llevaron en automóvil los 160 kilómetros que la ciudad del petróleo dista de Colonia Sarmiento. Durante 48 horas de grabaciones y fotografías traté de recomponer 70 años de vida patagónica. Pero para fotografiarlo con su avioncito debió acompañarme a Comodoro porque El Chimango, su pequeño Luscombe LV RGY, estaba en reparaciones (una de las fotos ilustra esta página). Le aseguré a Chatwin que valía la pena conocer a Casimiro Szlapelis porque además de saberlo el piloto en actividad más viejo de la Argentina -de esos tiempos-, no era un magnate caprichoso sino un pobre pensionado que ya no tenía propiedad alguna salvo ese pequeño aparato de 1947 que había comprado en 1965 y que lo había traído en vuelo desde Buenos Aires a los 70 años de edad. Fue en vuelo visual -carecía del instrumental adecuado ya existente- siguiendo la costa marítima o la visible línea del gasoducto que abastece a la metrópolis. Cuando ya fuera de casa elegimos un bar palermitano frente al que fue el hogar de un Jorge Luis Borges adolescente y Chatwin pidió una cerveza sin enfriar, le conté a Chatwin, que cuando Casimiro cobraba unos pesos compraba bolsas de caramelos y un poco de combustible. Se hacía ayudar a empujar El Chimango fuera del hangar del Aéreo Club Sarmiento, trepaba ataviado con su inseparable sombrero de paja y un poncho y despegaba para volar sobre las escuelas rurales. Si los chicos estaban en clase y escuchaban el zumbido del motor de Szlapelis que se acercaba, entonces, como siguiendo una consigna simultánea, todos abandonaban las aulas en carrera hacia el patio y el sobrevuelo de don Casimiro generaba un ensordecedor griterío que acompañaba al oleaje de brazos agitándose. Bombas de alegría Entonces El Chimango trepaba y se ladeaba en saludo que además le permitía al viejo piloto gozar visualmente de la algarabía de los pibes que, precisamente, había ido a provocarles. Se echaba entonces el sombrero hacia atrás, largaba una breve carcajada y aceleraba en picaba mientras los chicos se alistaban para lo que sabían que el viejo piloto haría a partir del segundo sobrevuelo. En efecto, ese breve festival aéreo terminaba con dos o tres sobrevuelos de bombardeo de bolsas que estallaban en el patio y desparramaban el dulce contenido: caramelos. Szlapelis hacía trepar nuevamente a El Chimango y tras soltar una nueva carcajada, apuntaba nuevamente la nariz del aparato hacia el aeroclub, por lo menos hasta el próximo de esos últimos placeres que ensayó en su extinguida vida. Chatwin, muy joven, ya fallecido hace muchos años y que apenas sobrevivió a Szlapelis, entonces con un aire de cautivador de quinceañeras o quizás inalcanzable a lo Sting, pero seguramente con el desparpajo de todo viajero inglés que se pueda reconocer en perfiles que van desde Muster a Lawrence de Arabia, era un nómade impenitente (había estudiado en sigilosas travesías a los itinerantes sin rumbo de los desiertos y en una inacabable recorrida desde Afganistán hasta Mauritania). En un paréntesis sedentario, Chatwin había conseguido fama del mayor experto en antigüedades entre los vendedores de la famosa casa Sotheby"s, ya a los 26 años. Pero en el living de mi casa confesó que acababa de agregar en su cuenta 10.000 dólares, sólo para una larga nota encargada por la revista The New Yorker (en la que una vez publicada basó su libro). Mi nombre se lo había proporcionado Mort Rosemblum, un editor jefe de la agencia Associated Press (reciente autor del encantador libro La Aceituna y que se refugió últimamente en la campiña francesa). A este periodista norteamericano que un par de años antes había aparecido tan súbitamente como Chatwin sin conocerlo- les fascinaron mi archivo de historias y documentos sobre Martín Sheffield, algo que su agencia divulgó en un reportaje que corrió por buena parte del hemisferio norte y por lo que me llovieron más visitantes curiosos y algunos francamente rapaces. Vuelos dulces y trágicos Alguna vez habrá que volver a hablar de Chatwin y de mi también amigo Adrián Giménez Hutton, por haber salido este último a desmentir al británico con otro libro ("La Patagonia de Chatwin"), pero cerrado ya trágicamente a toda polémica: Giménez Hutton se mató en el accidente aéreo hacia la Patagonia junto a Germán Sopeña y José Luis Fonrouge, entre otros amigos comunes del vuelo fatídico. Chatwin escribió en el capítulo de su libro: "Sin embargo, el ciudadano más destacado de toda la ciudad era un lituano Casimir Slapelic (sic). Hace cincuenta años descubrió el dinosaurio en la barranca. Hoy desdentado, calvo y de unos ochenta y cinco años de edad, es uno de los pilotos en actividad más viejos del mundo". Así el beduino por vocación y vendedor de antigüedades por necesidad, comenzó una breve semblanza recogida en Sarmiento, Chubut. Sin embargo, Chatwin no contó la tierna anécdota de los bombardeos a las escuelas rurales ni se atrevió a volar con el anciano pionero. Tampoco evocó otros vuelos del jubilado generoso y conmovedor. De mi encuentro con el lituano patagónico hoy me quedan algunos minerales y algo más que una milenaria astilla petrificada del cargamento que me mandó don Casimiro con las identificaciones manuscritas de lo que es cada piedra. En el grabador escucho su voz firme contando su historia increíble y el canturreo que me reprodujo con canción de protesta rima de la primera gran huelga petrolera del 1918. (Continuará) Curiosidades |
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