Lunes 14 de abril de 2003
 

Las "dos almas" de la Argentina

 

Por Ricardo Emilio Lafferriere (*)

  La Argentina tiene dos almas. Esta sentencia de Daniel Larriqueta, fruto de su aguda percepción de la historia argentina, se traduce porfiada en el devenir político brotando en cada ocasión con protagonistas diferentes, pero sin cambiar su esencia. Hoy, los tres candidatos peronistas, expresión de un abanico ideológico que va desde el "aperturismo salvaje" de Menem al "neo-nacionalismo" de Kirchner, muestran una de esas "almas". Los candidatos no peronistas López Murphy y Carrió, aparentemente expresión de similar amplitud, parecen mostrar la otra. La historia reciente nos dice también que ambas "almas" se expresan en bloques electorales que, además de persistentes, son cuantitativamente similares. Desde 1983 hasta el 2000, una triunfó electoralmente en cuatro oportunidades (1983, 1985, 1997, 1999) y la otra, en cinco (1987, 1989, 1991, 1993 y 1995).
No es difícil encontrar los comunes denominadores de cada una de ambas vertientes. La primera reivindica una fuerte utilización del poder en las relaciones personales, tiene escaso apego a la letra de la ley, considera natural identificar el Estado -lo permanente- con el gobierno -lo circunstancial- (y aun con el partido -el sector-), ubica al individuo y sus derechos en un rol secundario con respecto al Estado -que aparece siempre como prioritario- y no duda en subordinar las leyes -y aun la Justicia- a las necesidades del momento y del gobierno. Podría definirse como "nacionalista-autoritaria". Los hechos de Catamarca y la cobertura dada a su autor por todos los sectores justicialistas en el Senado son una demostración de su vigencia.
La segunda es la inversa. El ser humano, en su "ciudadanía", es considerado el centro del orden social. Las leyes son un límite al estado natural de las personas, que es la libertad, y tienen como objetivo y justificación garantizar la igualdad de oportunidades, los derechos de las personas y la organización racional de la convivencia. Su base es el ciudadano, en cuya capacidad de iniciativa y -en todo caso- espíritu pionero se apoya la capacidad de crecimiento de la sociedad en su conjunto, incluso el propio Estado, que está subordinado a estos derechos establecidos en la Constitución y que por lo tanto son superiores a cualquier gobierno. Y la acción del Estado, aun en sus nuevas funciones económicas y sociales, tiene como misión integrar la "ciudadanía" con los derechos básicos elementales que la sociedad está en condiciones de garantizar a todos como piso de dignidad, según sus posibilidades reales, y hasta intervenir en la economía, pero nunca la de reemplazar el libre albedrío de los ciudadanos como protagonistas principales. Su rótulo podría ser "democrática-republicana". Sus virtudes y limitaciones quedaron patentizadas en las administraciones de Alfonsín y De la Rúa y sus traumáticos finales.
En la simplificación caricaturesca del imaginario colectivo, la primera "roba pero hace". La segunda, "es honesta, pero no sabe gobernar" o "no se anima a ejercer el poder".
Estas dos visiones sustantivas atraviesan la historia nacional, aun con sus adjetivos. En ambas cabe el "estado social", en ambas los matices de "izquierdas" y "derechas". Pero siguen siempre conservando su diferencia de base, centradas en la distinta relación "Estado-ciudadano". ¿Es posible unir estas "dos almas"? ¿Cómo integrarlas, aprovechando sus virtudes y evitando sus males?
Si coincidimos en que el imperativo es hoy reconstruir la convivencia recuperando la vigencia de la ley y la limpieza de la Justicia, que es lo único que logrará el secreto del desarrollo: que los ciudadanos recuperen la confianza los unos en los otros, y todos en el conjunto, no hay otro camino para integrar el país que cumplir -todos y escrupulosamente- con la Constitución, pacto fundamental de convivencia que contiene tanto las normas del poder, sus facultades y sus límites, como los derechos que tienen y a los que pueden aspirar los ciudadanos.
Para conseguir este objetivo, los ciudadanos deben asumirse como responsables de su país, recordando al momento de votar que no sólo están eligiendo candidatos, sino el estilo de ejercicio del poder que desean. Y los liderazgos políticos deben respetar a los ciudadanos y las leyes, pero no tener vacilaciones para utilizar el poder cuya administración la sociedad les delega -en el marco de la ley- para defender sus derechos y garantías, con equidad, racionalidad, transparencia y autoridad moral.
Hoy estas condiciones son esenciales para volver a encarrillar nuestra convivencia, máxime si tomamos conciencia de las reglas de juego de un mundo que, como está visto y lo muestra el cercano ejemplo del Brasil de Lula, no deja a nuestros países en desarrollo márgenes para extremos, irracionalidades o relativismos jurídicos. Esta es la razón por la cual un espacio amplio de confluencia, con un liderazgo democrático y moderno, honesto, racional, tolerante y con sentido social y a la vez dispuesto con firmeza a poner todo el poder al servicio de la ley y las instituciones, como propone Ricardo López Murphy, sea la alternativa que, desde sus fuertes raíces ideológicas en el republicanismo democrático, puede unir lo mejor de las dos almas de la Argentina y terminar con este juego pendular de neutralización recíproca que nos ha hecho perder la segunda mitad del siglo XX.
Quizás sea también el motivo que hace que desde un pensador moderado de centro derecha como Rosendo Fraga hasta un intelectual de la izquierda democrática como Juan José Sebreli confluyan en su simpatía hacia una propuesta que más que un programa es un propósito trascendental: reconstruir la convivencia argentina para evitar que la demora de nuestro ingreso definitivo a la modernidad también nos haga perder las primeras décadas del siglo XXI.

(*) Ex embajador en España, ex senador y
ex diputado nacional por la UCR.
     
     
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