Lunes 7 de abril de 2003 | ||
La ciudad y la escritura |
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Por Patricio Dobrée |
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El espacio urbano como escenario de escritura parecería poseer una íntima correspondencia con el concepto mismo de ciudad. Podríamos pensar que la escritura y la ciudad tuvieron un origen en común, como si una y otra hubiesen necesitado de su mutua concurrencia para desarrollarse. Las impresiones realizadas sobre una tablilla de barro hace más de tres milenios, por ejemplo, constituyeron no sólo un recurso administrativo para el incipiente comercio, sino que establecieron también formas de representar la ciudad, enseñaron a usarla, indicaron qué cosas eran importantes para sus habitantes y conservaron la memoria colectiva. De este modo la escritura, desde sus orígenes, constituyó una herramienta útil para poder habitar la ciudad. Esta relación entre escritura y ciudad en nuestros días se ha intensificado hasta alcanzar dimensiones que impresionan a simple vista. Las grandes ciudades globales experimentan un fenómeno de mega-textualización de sus espacios públicos, donde la escritura ha sido apropiada por una multiplicidad de grupos humanos con usos y significados diversos. En virtud de este movimiento, la escritura contenida en carteles publicitarios, afiches, volantes, placas conmemorativas, pancartas, letreros o en cualquier otro soporte se ha colado en cada intersticio del paisaje urbano formando parte sustancial de la experiencia cotidiana de millones de personas. ¿A qué causas obedece esta proliferación de ideas, sentimientos, órdenes contenidos sobre esa avalancha de signos que hoy invaden nuestras ciudades? Considero que debe pensarse la difusión masiva de la escritura en el medio urbano como parte misma del proceso de modernización que las sociedades occidentales emprendieron desde el siglo XVI. Ello obedece a un conjunto de causas materiales e intelectuales que se interrelacionan entre sí. El énfasis puesto por la modernidad en la racionalización, producto entre otros factores de la necesidad propia del emergente capitalismo europeo de predecir y calcular la producción, facilitó el desarrollo de las ciencias aplicadas y con ello la invención y el desarrollo de artefactos y técnicas que van desde la imprenta hasta el linotipo, el offset y la micro impresión informatizada. Las ciudades occidentales, siguiendo ese impulso, se convirtieron en grandes contenedores de escritura. Pero esta paulatina propagación de registros textuales no sólo obedeció al incremento de las tecnologías de reproducción. La escritura urbana no hubiese sido posible sin un grupo considerable de mínimos lectores que pudiera decodificarla. En este sentido, la modernización también debe entenderse como un proyecto alfabetizador que combinó, a través de procesos contradictorios, las pretensiones emancipadoras de grupos ilustrados con el incremento de una especialización laboral que exigía nuevas competencias lingüísticas para insertarse en el sistema productivo y la necesidad de construir los estados nacionales unificados por una cultura común transmitida a través de la escolarización. Pero más que una historiografía del signo lingüístico, me interesa ahora realizar un corte sincrónico para pensar la escritura urbana como plano donde se ponen de manifiesto algunas tensiones de nuestra época. Evidentemente, bajo la superficie del texto se registran procesos complejos que tienen que ver con lo económico, lo social, lo político y lo cultural. Un mensaje plasmado sobre cualquier cartel nos ofrece algo más que su significado referencial. Detrás de las palabras pueden leerse discursos que distintos actores sociales emplean para originar formas de representación colectiva, legitimar valores, apropiarse de territorios, conservar la memoria sobre determinados hechos, establecer relaciones de dominación y exclusión, producir efectos de verdad u otros actos que inciden directamente en la creación de un orden simbólico compartido. Los discursos, como afirma Foucault, son dispositivos a través de los cuales opera el poder. De acuerdo con su análisis, existe una impronta disciplinaria en el poder cuyo fin no es prohibir, sino obtener una mayor eficacia, un mejor rendimiento y producción por parte de los individuos sobre los cuales se ejerce. Los discursos, como parte de este mecanismo general de poder, contribuyen a esa eficacia creando un orden simbólico legítimo e invariable que favorece los intereses y las prácticas de los actores que los profieren. En este sentido, los actos de enunciación, cuando son realizados por un grupo dominante, representan un acontecimiento que procura fijar un sentido asumido como verdadero por el resto de la sociedad. Por otra parte, siguiendo a Bourdieu, existe un amplio interés por la apropiación de un capital simbólico que facilite el desplazamiento hacia zonas de reconocimiento o privilegio dentro de la jerarquía social. La posesión de determinadas competencias lingüísticas produce un efecto de diferenciación que permite a sus propietarios hablar desde un lugar que les confiere mayor autoridad social. Esta consagración de determinados discursos y el silenciamiento de otros reproduce las asimetrías sociales desde el momento en que se fundamenta sobre diferencias preexistentes, como por ejemplo el acceso a un sistema educativo de calidad. Tal consagración resulta peligrosa en tanto que reconoce como esenciales y naturales diferencias que en realidad son arbitrarias y producto de ciertas condiciones históricas y materiales coyunturales. Cualquiera que recorra las calles de alguna de las grandes capitales latinoamericanas puede verificar cómo se manifiestan estos fenóme- nos. Basta dar una mirada a la geografía urbana y leer entre líneas los textos de esa ciudad que nos habla. ¿Qué grupos han tomado por asalto el espacio público en la última década? La hegemonía indudablemente está en manos del mercado y la política, instancias que suelen coincidir con excesiva frecuencia en sus objetivos e intereses, conformando de este modo una sola fuerza homogénea. Sus discursos se han instalado en el cuerpo social de modo omnipresente, saturando con sus conceptos e imágenes el imaginario colectivo. La estética y la ética de sus mensajes, desplegados con una parafernalia de efectos publicitarios y de modo masivo, están creando un hábitat simbólico compacto, monolítico, donde resulta difícil percibir los enunciados de otras sensibilidades, otras memorias o poéticas. Ello favorece las condiciones para que se produzca un fenómeno de cristalización de los sentidos y la posibilidad de creación de un orden simbólico único. Surge entonces la pregunta sobre qué posibilidades de democratización tiene una sociedad cuyo imaginario colectivo tiende a reducirse a una sola lógica. Toda construcción de significados es contingente. Por el contrario, aceptarlos como necesarios es una forma de cadaverizar la cultura. Quizás sea momento de pensar la arbitrariedad del mundo simbólico y reconocer los registros escritos que hoy predominan en la ciudad como una entre tantas formas de representar el mundo. Esta es una forma de desestabilizar los significados canonizados para abrir libre juego a formas más creativas de representación colectiva. En otras palabras, se trata de un intento de conjurar aquella amenaza que había anunciado Adorno cuando nos advertía que "el uso lingüístico del ser-así-y-no-de-otra-manera es el medio por el cual la maldición social se pone de manifiesto". |
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