Lunes 7 de abril de 2003
 

Las neuronas del alma

 

Por Tomás Buch

  En estos días se cumple medio siglo de la publicación de uno de los descubrimientos científicos más importantes del siglo XX: la famosa estructura en doble hélice de la molécula en la cual se manifiesta la constitución genética de todos los organismos vivos: el ADN, en la mayoría, y el ARN en los demás. Por ese motivo, en 1962, el Premio Nobel de Medicina se otorgó por tercios a los doctores Francis Crick, James Watson y Maurice Wilkins.
El primero de ellos acaba de publicar un artículo en la importante revista "Nature Neurosciences", donde dice haber descubierto, en el cerebro, un grupo de neuronas en el que residirían "el alma" y la conciencia. La polémica fue inmediata. ¿Es esto un descubrimiento que se pueda llamar científico? ¿Es una herejía más? ¿Es un nuevo intento de desplazar a la religión, a las iglesias, a Dios? El debate entre ciencia y religión es una parte de la lucha secular por la libertad de pensamiento, es decir, una lucha por espacios de poder. Cuando no existía la ciencia en el sentido actual de esa palabra, los humanos recurrieron a explicaciones míticas para dar sentido a fenómenos que escapaban a su comprensión, que eran la mayoría. La primera pregunta era de dónde venimos; la segunda, adónde vamos; la tercera, para qué estamos aquí. Pero había otras preguntas, más sutiles: ¿qué es eso tan extraño que llamamos "yo"? ¿En qué nos diferenciamos de seres parecidos como, por ejemplo, los monos? La lista de preguntas era, literalmente, infinita. Las respuestas se fueron dando mediante afirmaciones taxativas que no sólo carecían de pruebas, sino que estaban conceptualmente más allá de la posibilidad de ser probadas o refutadas. A partir de los mitos, cuyo origen se pierde en la prehistoria, se crearon los dogmas, afirmados en una presunta revelación directa a ciertas personas excepcionales. A falta de pruebas, intervino la autoridad para imponer la aceptación de sus dichos, generalmente recogidos en libros sagrados. En cierta época empezó una rebelión contra la autoridad religiosa, que había impedido el progreso del conocimiento y, poco a poco se fueron ampliando las áreas abiertas a la investigación.
Donde antes había sólo mitos y autoritarismo, comenzó a haber razonamientos y admisión de pruebas. Una consecuencia de esto fue la relativización no sólo de nuestro papel en el mundo, mundo que, a su vez se desplazó del centro del Universo a su periferia, sino también de las autoridades eclesiásticas. Se contradecía a los que defendían la idea de que el resto de la creación estaba a nuestro servicio, y se ponía en entredicho la existencia de una fuerza externa a la naturaleza que hubiese hecho a los humanos "a su imagen y semejanza" esencialmente diferentes -y por supuesto, superiores- a los demás seres; contradecía también la idea moral de la perfección de lo eterno con las pruebas de lo efímero que evoluciona en el tiempo. Los intereses y poderes vinculados con las convicciones religiosas no dejaron de mantener una lucha de retaguardia contra estos avances de la ciencia: hace sólo pocos años que el Papa reivindicó la figura de Galileo, que había afirmado la ahora evidente teoría heliocéntrica hace cuatro siglos; y hace aún menos que la Iglesia Católica acepta la teoría de la evolución, contra la cual los fundamentalistas protestantes estadounidenses aún combaten con toda su fuerza política.
La ciencia avanzó sobre temas antes reservados a la fe, porque la fe, cuando opinaba sobre los temas de la realidad objetiva, se movía fuera de su ámbito específico, y sólo se apoyaba en el poder y en la ignorancia. La ciencia fue abriéndose paso en estos aspectos de la realidad, pero quedaron espacios que la ciencia no era capaz de abarcar, ni siquiera conceptualmente. Uno de estos campos era el del "alma" y la conciencia. Ahora, los científicos han comenzado a considerar que también esos ámbitos, que hasta ahora estaban fuera de los límites impuestos a la curiosidad humana, eran un tema de investigación válido. Por lo tanto, ahora tratan de "explicar" el alma en términos de reacciones químicas que ocurren en el seno de las neuronas. Ese método de "explicación" se conoce como reduccionismo.
La ciencia moderna parte de un conjunto de hechos observados y los "explica", es decir, reduce un fenómeno complicado que se trata de entender a otros más sencillos, cuya explicación ya se conoce. Pero frecuentemente ocurre que en este proceso de reducción se pierde algo esencial, que radicaba justamente en la complejidad. Por lo tanto, las explicaciones reduccionistas, si bien pueden servir a la manipulación de los fenómenos así reducidos, no sólo no ayudan a su comprensión, sino que la hacen imposible. Claro que el pragmatismo predominante se da por satisfecho con lograr tal manipulación, y es evidente que mediante la farmacología se puede manipular la mente desde hace tiempo, a pesar de no comprenderla. Y ahora se afirma -con toda la autoridad que confiere el Premio Nobel- que la conciencia o el alma reside en un grupo de neuronas. ¿Tiene sentido esa afirmación? Y si lo tiene, ¿amenaza a las convicciones religiosas acerca de la existencia del alma o de su inmortalidad? En primer lugar, es necesario destacar que la mente, la conciencia y el alma son tres conceptos de órdenes muy diferentes. La mente tal vez sea comparable a un sistema operativo, y admite diversos modelos informáticos y sistémicos, de los cuales hay varios en circulación. En la concepción más frecuente, el alma es una entidad cuasimaterial que surge de una concepción dualista del mundo, y más allá de los antiguos intentos fracasados de verificar si un humano cambia de peso por su separación en el momento de la muerte, es un error tratarla como si en el fondo fuese una especie de fantasma de naturaleza "sutil", pero, en el fondo, material. La conciencia, por fin, es "saber que existimos", esa noción inefable que tenemos de nuestra propia posición en el mundo. Lo complicado de todo esto estriba en que la conciencia es autorreferente: yo sé que sé que sé... y nos perdemos fácilmente, como en una sala de espejos enfrentados. Hay técnicas de meditación que nos permiten salir de ese laberinto, al llevarnos a poner toda nuestra atención sobre el Testigo, una entidad interior que es capaz de observar lo que pasa en nuestro panorama interior. Estas técnicas se asocian a la disciplina del misticismo que lleva a lo espiritual a través de la "superación" de lo mental. Mediante tales técnicas, algunos seres humanos han llegado a acceder a estados de conciencia al parecer superiores, en los cuales se alcanzan convicciones definitivas acerca de lo que, vistos desde tales estados, se entiende por "realidad". Tal es el origen de los dogmas religiosos; los "maestros" que alcanzan esas convicciones al parecer también adquieren un poder de convicción muy especial y, a veces, además, un nivel moralmente superior. Sus seguidores, lamentablemente, suelen basarse en su autoridad, pero no siempre poseen otros atributos espirituales superiores. Por eso, casi todas las religiones basan su poder en el miedo a lo que es absolutamente desconocido, más que en el amor que forma parte de la experiencia de sus fundadores y que suelen invocar. Y, salvo excepciones como el budismo, tampoco estimulan a sus seguidores a experimentar por sí mismos.
¿Y la ciencia? ¿Puede acceder a algo distinto de la materialidad en que se basa nuestra existencia? ¿Tiene sentido que lo intente? Admitamos que la música consiste en vibraciones del aire, y que las emociones se pueden entender en términos de modificaciones metabólicas, tales como descargas de adrenalina o la secreción de lágrimas por ciertas glándulas. ¿De qué naturaleza sería la vinculación entre aquellas vibraciones transmitidas en forma de pulsos de iones en nuestro cerebro, y estas descargas hormonales? ¿Tiene sentido esa pregunta? Creo que en un punto tiene sentido y, en otro, es enteramente irrelevante. Un sacerdote inglés señaló algo de este tipo cuando comparó el descubrimiento de Crick con la afirmación de que una catedral es una simple estructura de piedras y vidrios. Tal descripción es sin duda verdadera, pero no sirve para explicar una realidad de otra categoría. Una catedral no sólo es más que piedras y vidrios. Es otra cosa. Su esencia no está en los materiales de que está hecha.
Como la experiencia espiritual es inefable, es decir, no se puede expresar con palabras, se debe recurrir necesariamente a metáforas más o menos felices. Es imposible explicar a nadie que nunca haya comido una naranja cómo sabe una de esas frutas. La experiencia espiritual o religiosa genuina es lo suficientemente infrecuente como para ser ajena a la vida de las mayorías, pero tiene poca relación con la creencia en una serie de hechos que escapan a los fenómenos naturales que todos conocemos. Pero hay algunos hechos significativos. Hace poco se reprodujo por error, mediante un toque en cierta zona del cerebro, una experiencia subjetiva de "fuera del cuerpo" asociada frecuentemente con los estados cercanos a la muerte. Las personas que estuvieron en tales trances relatan experiencias de tipo "espiritual" muy similares, que suelen tomarse como corroboración de la sobrevida después de la muerte, aunque esas personas, justamente, no murieron, y vivieron para contar su experiencia, que no es, por lo tanto, de muerte.
Pero también eso es, en el fondo, irrelevante. Los budistas dicen que para saber qué hay detrás de la muerte, hay que morir. La cuestión es llevar una vida que esté llena de su propio sentido, no vivir en la esperanza o el temor de lo que vendrá después.
     
     
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