Lunes 7 de abril de 2003
 

Muertes propias

 
  La diferencia principal entre la guerra que está librándose en Irak y casi todas las anteriores consiste en que los combatientes más fuertes están mucho más interesados en minimizar la cantidad de bajas civiles "enemigas" de lo que lo está el enemigo mismo. Sigue siendo utópico pensar en una guerra en la que sólo mueran soldados, a menos que suceda en islas escasamente pobladas como las Malvinas, pero en comparación con otros enfrentamientos el de Irak ha sido relativamente incruento hasta ahora a pesar de la espectacularidad de los bombardeos. Es que, debido a la presencia de los medios de comunicación electrónicos y la importancia otorgada a la opinión pública tanto local como internacional, los aliados entienden que no es de su interés provocar una gran matanza de civiles. Se trata de un avance humanitario notable, ¿qué duda cabe?, pero de uno que por diversos motivos podría ser precario. Al concentrarse en los detalles más horrorosos de suerte que la imagen de una familia destrozada hace pensar que los aliados están llevando a cabo una carnicería sin precedentes, los medios están privándolos de las presuntas ventajas de la preferencia actual por ataques "quirúrgicos", lo que podría convencer a los estrategas más fríos de que, en vista de que a juicio de los medios la muerte filmada de un inocente es igual a las de diez mil, no sirve para mucho tomar riesgos a fin de proteger a los no combatientes. Así las cosas, la saña manifestada por los más resueltos a tomar a George W. Bush por Adolf Hitler redivivo podría significar que en las guerras futuras los norteamericanos dejen de preocuparse por la mala impresión brindada por los "daños colaterales".
Otro peligro tiene que ver con la conciencia de los líderes de dictaduras desalmadas de que los más perjudicados por la muerte violenta de civiles no son ellos mismos sino sus enemigos occidentales. Puesto que buena parte de la prensa europea y latinoamericana, además de los medios opositores estadounidenses y británicos, ha optado por dar por descontado que las declaraciones de los voceros de Saddam son tan fidedignas como cualquiera que salga de Washington o Londres -muchos periodistas fingen creerlas decididamente más veraces-, virtualmente todos los desastres sucedidos en Irak serán atribuidos a los aliados, como en efecto ha sucedido con los misiles que cayeron en barrios populares de Bagdad. El que a ciertos observadores no comprometidos les haya parecido probable que en el caso más notorio se haya tratado de un misil defensivo mal dirigido -según se informa, Saddam despidió al jefe de la defensa aérea de Bagdad por la pésima puntería de sus subordinados-, fue considerado meramente otra manifestación de la torpeza y la mendacidad de los militares anglonorteamericanos. En cuanto a la sospecha de que habría sido cuestión de coches-bomba detonados en zonas habitadas principalmente por chiítas hostiles a Saddam, la conjetura fue recibida con incredulidad absoluta como si fuera inconcebible que un dictador eligiera asesinar a sus enemigos internos con el propósito de anotarse un gran triunfo propagandístico.
Desde el punto de vista de los pacifistas, el cambio radical supuesto por la necesidad actual de los países occidentales de aceptar como propias las muertes civiles ajenas debería considerarse una mejora muy grande, pero, de más está decirlo, pocos habrán pensado en celebrarla. Por el contrario, motivados a menudo por el odio visceral que sienten por Estados Unidos y, en especial, por Bush, la están tratando como un pormenor repugnante más, mostrando de este modo que los norteamericanos nunca jamás podrán ganar la guerra propagandística. ¿Llegarán los dueños de los ejércitos más potentes del mundo a la conclusión de que les es inútil persistir con sus esfuerzos por discriminar entre blancos militares a su entender legítimos por un lado y, por el otro, aquellos que consideran ilegítimos por no tener ninguna importancia bélica evidente? Es de esperar que no. Puede que en el corto plazo las ventajas propagandísticas de las doctrinas actuales hayan resultado ser imprevisiblemente magras, pero por ser cuestión de la aplicación de los valores que subyacen en la civilización que creen estar defendiendo, los costos internos de abandonarlos serían casi tan abultados como los externos.
     
     
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