Martes 25 de marzo de 2003
 

Eligiendo al presidente

 

Por Gabriel Rafart (*)

  La convocatoria a un nuevo acto comicial para decidir quiénes serán los nuevos ocupantes de la Casa Rosada señala un episodio pocas veces visto en la historia política desde que la Ley Sáenz Peña consagró la promesa de elecciones libres y limpias. La singularidad de estos tiempos electorales no reside en la expectativa por un cambio de sentidos y proyectos que comprometan a futuro una Argentina diferente de la actual. De hecho todos aseguran una suerte de normalidad en la continuidad. Es que el ciudadano corriente parece entender que detrás de cada candidatura lanzada al ruedo se ofrecen palabras ya dichas, rituales conocidos, imágenes vistas. Y aun más la promoción de postulaciones previsibles en tiempos en que nadie estaba en condiciones de anticipar la bancarrota de esos días de naufragio de la política durante diciembre del 2001. Con la presencia de estos candidatos, se está muy lejos de aquel imaginario proclamado a todos los vientos en asambleas callejeras por la urgencia de una nueva clase política alejada de los vicios de una política negada en ese "que se vayan todos".
A pesar de ello hay dos hechos institucionales novedosos, con sustantivas implicancias políticas, de este cada vez más cercano 27 de abril. El primero, la segura convocatoria a un ballottage. El grado de dispersión de la opinión del electorado, traducido seguramente desde el cuarto oscuro en la ausencia de un claro ganador, hace inevitable una segunda vuelta. Sí damos crédito a quienes "miden" el humor de la ciudadanía a través de los estudios de opinión, que cinco fórmulas están en condiciones de superar la primera ronda electoral. Pareciera que hay una única proyección de resultados posible en el caso de que el ex presidente candidateado acceda al otro turno electoral. Eventualmente, tal la opinión dominante a la fecha, sólo el binomio Menem-Romero genera suficientes incentivos negativos para asegurar su derrota en el ballottage. En definitiva, la apelación a este recurso de la ingeniería electoral para decidir el presidente y vice que asuma el 25 de mayo será encendida para darle traducción institucional a la producción de una decisión por mayoría para nuestra democracia. El resultado si bien reconoce su constitucionalidad, dejaría como lastre una presidencia de legitimidad condicional basada en un recurso pensado para la excepcionalidad.
Sin embargo hay una segunda novedad, que unas elecciones incapaces de movilizar a gran parte del público parecen haber ocultado. Hablamos de un suceso que no observaba nuestra institucionalidad democrática desde hacía mucho tiempo: un acto electoral llamado exclusivamente para elegir la titularidad del Ejecutivo nacional. Ciertamente, durante el pasado siglo se había impuesto la modalidad de hacer coincidir en una misma convocatoria los comicios para elegir al presidente y su vice junto con legisladores nacionales, gobernadores, legisladores provinciales, intendentes y otros cargos electivos, aun cuando cada distrito era soberano a la hora de establecer su propio cronograma electoral.
Para esta ocasión, sólo una provincia se decidió por hacer coincidir elecciones nacionales y provinciales. Es que el actual gobernador de La Rioja tiene demasiada fe en el triunfo de su riojano más preciado. Exceptuando este distrito electoral sin peso, en el resto del país los electores tendrán ante sí los presidenciables, con sus variados rostros y ropajes. La ausencia de otras candidaturas lo exponen sin mediaciones. Ello los hace depender mucho menos de las maquinarias de partidos o de las discutidas listas sábanas, que siempre otorgan beneficios adicionales por estar pegadas a tal o cual candidatura en una suerte de efecto cascada que a su vez consolidaba a los candidatos en un recorrido inverso.
De hecho esta situación ha potenciado la actual crisis orgánica y de identidad de los partidos que supimos conocer a lo largo de gran parte del pasado siglo. Y aún más, el despliegue de las candidaturas existentes, exceptuando las también previsibles de la izquierda disciplinada, se sostiene desde un entramado de lealtades con escasos incentivos para que una vez llegado al poder generen mayores compromisos. Es que son fórmulas armadas con lealtades para la ocasión, cuando no afincadas en un oportunismo a prueba de todo principio ético. Prueba de ello es que a semanas de tan decisivo momento electoral siguen acomodándose sectores, caudillos y fracciones de esos partidos nacionales en retirada. Y aún más, tanto el radicalismo pero sobre todo el justicialismo, vivirán estas elecciones como la primarias que fueron incapaces de legitimar.
El hecho de la convocatoria a elegir exclusivamente a los ocupantes del Ejecutivo nacional pretende dejar a la vista el único rostro de nuestro presidencialismo: su carácter providencialista. Es cierto que el imaginario de un presidente como salvador providencial está en discusión desde los tiempos de Alfonsín, aun cuando fue reforzado con el advenimiento de Menem y supuestamente morigerado con la reforma de 1994. Los sucesos del 2001 reforzaron este sentimiento de deriva de fe en ese providencialismo, haciendo pensar que sólo la acción colectiva era necesaria para la difícil reconstrucción de la vida pública.
Lamentablemente con esta convocatoria quiere ser relanzada esta imagen, por la urgencia de un nuevo César que haga salir de la postración a la Argentina de estos días. Sin embargo, parece que este imaginario no logra mellar el humor ciudadano que sigue sin encontrar una propuesta con suficiente capacidad por incluir sus sentidos y aspiraciones. Pero también es cierto que el núcleo duro de nuestra clase política vive un momento de fragmentación pocas veces visto en nuestra historia política. Las elecciones del 27 de abril y el ballottage consecuente producirán un presidente para la continuidad de una política en crisis, no así un salvador.


(*) Prof. Derecho Político II – Universidad Nacional del Comahue
     
     
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