Lunes 24 de marzo de 2003
 

El Caudillo español

 

Por Héctor Ciapuscio

  Aunque parezca asunto de un pasado muerto, la personalidad de Franco todavía se discute a veces entre nosotros. Hace días, en un ágape de viejos nacionalistas, hubo una divertida discusión sobre él, con admiradores y críticos. Uno comentó detalles del libro reciente de Uki Goñi sobre los alemanes y Perón, citando anécdotas acerca de las ardorosas gestiones en Berlín, Roma y Madrid de un dirigente del grupo -el "Bebe" Goyeneche, quien iba a ser secretario de Prensa de Lonardi en 1955- para enrolar al gobierno militar argentino en tiempos de la II Guerra, en una fantástica entente con Hitler, el Vaticano y el Caudillo contra las democracias liberales. Otro, que dijo haber estado en España en la época de la Guerra Civil, lo consideró como "el mejor gobernante que tuvo su país desde el reinado de Carlos III", un hombre que luego de su triunfo y un millón de muertos supo construir, con su manejo de las cosas y los hombres, un orden estable que fue la base del progreso posterior de su patria. Recordó que Marcelo Sánchez Sorondo, el líder nacionalista, sostiene en sus recientes "Memorias" que se trató de un hombre de astucia excepcional. También rescató que ese autor reconoce allí que el apoyo de los nacionalistas a Onganía en 1966 se basó, en gran parte, en la ilusión de que nuestro general albergara virtudes similares a las del español, aunque reconoció que fue una equivocación: Onganía no pudo llevarnos a la unidad nacional; era muy poco inteligente, "demasiado militar".
La figura de Franco también sigue mereciendo atención afuera, un hecho que, aparte del interés histórico, tiene mucho que ver con lo que ha resultado el "milagro" español contemporáneo, la estupenda performance de desarrollo económico y social que sucedió a su muerte en 1975. Una biografía de Paul Preston adjudica su entronizamiento más que al Ejército o la Falange, a la Iglesia Católica. En lo personal, lo juzga vulgar, frío, ambicioso y desconfiado. Eso sí, un mandamás con suerte. Las cosas se le dieron de modo que no tuvo que comprometer a España en la II Guerra y luego, derrotado el Eje con el que simpatizaba y comenzando la guerra fría, su régimen fue percibido por los vencedores como un bastión anticomunista. Así, en 1953 acordó con el Pentágono la entrega de bases navales a cambio de ayuda económica y militar. Todavía más. Aunque él era partidario de una economía cerrada y autárquica, a partir de 1957 los tecnócratas del Opus Dei, la institución católica que combina la piedad personal con las enseñanzas de la Harvard Business School, consiguieron abrir el país al mercado internacional y la inversión extranjera introduciendo a España en la dinámica economía neocapitalista en expansión. La gravitación contagiosa del "boom" europeo, el turismo y la afluencia de capitales facilitaron después la transición política que condujo Suárez y la democratización. El biógrafo no deja de señalar las miserias personales del personaje. Rodeado siempre de incondicionales que le temían, con el país como un cuartel bien ordenado, él pasaba la mayor parte de su tiempo ausente del gobierno en largas temporadas de caza y pesca; cuando estaba en El Prado consumía las horas mirando televisión y fútbol. Una vez reflexionó: "Es fácil gobernar"... Gélido, poco comunicativo, los españoles en general lo consideraban "un cabrón". El más famoso de ellos, Ortega y Gasset, comentó en una ocasión que de humano sólo tenía una cosa, la holgazanería. Cuando murió, luego de una larga agonía en la que para conservarlo sus fieles agotaron toda la parafernalia médica posible, su cadáver fue cubierto por el manto de la Virgen del Pilar y a su lado se depositó el brazo momificado de Santa Teresa.
En la reunión de nacionalistas argentinos de que se habla al principio hubo uno que refirió con humor el momento crucial (relatado, dijo, por el embajador Sangroniz, quien fue el intérprete) en que Hitler, triunfante en la primera etapa de la guerra y luego de ocupar París, se reunió con él en Hendaya para requerirle la participación militar española. Cuando el Führer le preguntó qué querría a cambio, Franco comenzó, con su voz de flauta, pidiéndole Marruecos, todavía francés. No era fácil, porque existía Vichy, y el pedido quedó en "stand-by". Después pidió Argelia. Tampoco era sencillo; menos le gustaría a Pétain. Es sustitución, le habló de bases en el Mediterráneo oriental y el Egeo, algo que al otro le traería problemas con Mussolini. Ante cada pedido del gallego el rostro del germano se iba endureciendo cada vez más hasta que, masticando su ira, le espetó a Ribbentrop: "Dentro de poco me pide la Baviera!"... Y puso fin a la entrevista con un portazo y bufando: "Antes de otra reunión con este tipo me hago sacar todos los dientes!!!" Resulta así -redondeó el de la anécdota "- que lo que tantos admiradores interpretaron como el manejo genial de un estadista para preservar a España de la II Guerra Mundial y sus consecuencias, manteniéndola neutral, fue más bien el resultado de la supina estolidez del Caudillo. ¿Qué podemos decir en cuanto a la entidad a este cuento sobre tan curioso giro de la historia? Sólo, a la italiana, que "se non é vero, é ben trovato".
     
     
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