Sábado 15 de marzo de 2003 | ||
Cómo poner límites
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Por Ester Schiavoni (*) |
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El próximo turno democrático deberá emprender, sin demora, tanto en el ámbito nacional como en el de las provincias y municipios, la resolución de una de las mayores deficiencias del Estado: la falta de coordinación intra e intergubernamental de las políticas públicas. Afrontar este problema significa, por una parte, aportar una solución que adquiera el estatus de un mecanismo instituido e instituyente del propio Estado y, por otra, disponerse a hacer frente a las resistencias de la cultura burocrático- organizacional vigente y, sobre todo y especialmente, de la cultura política tradicional. Sin duda alguna, lograr que se concrete la coordinación intragubernamental -nacional, provincial o municipal- de políticas públicas es una contribución a la construcción de una ética de la función pública, que destaca la importancia moral de la rutina del gobierno. Un sistema de coordinación daría lugar tanto a una atención adecuada de los derechos de los destinatarios de las políticas públicas y la ciudadanía en general, como a la eficacia en el equipo encargado del proceso de formulación, implementación y evaluación de dichas políticas y, además, al éxito del gobierno. Pero, el abordaje y estudio de este problema se justifican -aunque más no sea- por el solo hecho de que la coordinación de políticas públicas es el mejor resguardo para evitar superposiciones y aprovechar al máximo los recursos públicos. Entonces, ¿por qué no se coordina sistemáticamente? Porque la eficacia del Estado sigue demasiado ligada a la práctica de los distintos gobiernos y a las luchas de poder que los atraviesan. En efecto, la coordinación supone conflictos de poder y de intereses que se acrecientan a medida que ascendemos en la estructura jerárquica de los gobiernos. Así las cosas, la primera pregunta que deberíamos hacernos es ¿cómo se conforma un gobierno? Para aproximarnos a la respuesta recordemos la brutal sencillez con la que la dictadura militar que gobernó la República Argentina, entre 1976 y 1983, se repartió el Estado en partes iguales entre las tres fuerzas armadas. Aunque es tan obvia como crucial la extraordinaria diferencia que existe entre un gobierno de facto y un gobierno democrático, el ejemplo es útil para ilustrar comparativamente la cuestión que nos ocupa. Mientras un gobierno de facto se reparte el Estado como si éste fuera un botín de guerra y delimita nítidamente el poder y la injerencia de unas áreas respecto de otras, un gobierno democrático comienza a construir su legitimidad política -es decir el proceso que le permite obtener el reconocimiento público y ciudadano de su derecho a gobernar- desde las elecciones internas en su propio partido y hasta -por lo menos- las elecciones generales. Hasta el triunfo final que les permite a las distintas líneas o grupos que participan de un partido acceder al gobierno, todo es lucha y competencia interna y externa. Líneas o grupos que -vale la pena reiterarlo- aunque estén reunidos en torno de un proyecto y un liderazgo común compiten, casi al mismo tiempo, entre sí, con el adversario político interno (elecciones internas) e inmediatamente después con el adversario externo (elecciones generales). La cultura política Tanta lucha tiene un premio, y ese premio es el control del Estado y la distribución -entre las líneas o grupos del partido triunfante- de sus recursos de poder que son los ministerios, las secretarías, etc. Ya en el poder, y aun suponiendo que frente a cada área estén los mejores hombres y mujeres disponibles para ejercer esas funciones, lo racional sería que todos emprendieran la acción colectiva necesaria para cumplir los objetivos del proyecto político que los llevó al triunfo. Sin embargo, esto no ocurre de modo sistemático. El jefe de Gabinete de Ministros es quien por mandato constitucional debe ejercer la administración general del país y, en este sentido, quien debería ejercer la función de coordinación, pero si se revisa la corta historia de los sucesivos responsables, desde la creación de su figura hasta la fecha, se observará que casi todos han debido lidiar con ministros que ostentaban un poder considerable y difíciles de someter a una acción colectiva. La cultura política vigente admite como "natural" la continuidad de la puja interna una vez que los triunfadores -con sus historias de enfrentamientos, la más de las veces meramente personales que políticos- asumen el poder del Estado, y es en este punto en el que se debe producir una intervención que le ponga límites estrictos y eficaces a la discrecionalidad del poder político. El valor de la coordinación en materia de seguridad pública es inestimable, veamos por caso el atentado a las Torres Gemelas. Cuando ocurrió, cabía preguntarse cuánto tiempo pasaría hasta que salieran a la luz los problemas de falta de coordinación entre las áreas del Estado responsables de la seguridad de los Estados Unidos. Hace pocos días, un programa de la televisión americana se ocupaba del atentado y certificaba que ciertos sectores del gobierno estadounidense involucrados en la prevención de actos de terrorismo ni siquiera hablaban entre sí. Un mecanismo instituido e instituyente del Estado La coordinación intergubernamental de políticas implica una pérdida de autonomía y una merma en el poder sectorial en favor de una acción colectiva del gobierno con los beneficios enumerados más arriba. Es el propio poder político el que debe someterse voluntariamente a un mecanismo que lo obligue a coordinar. El comportamiento racional individual de los ministros y/o secretarios que se esmeran por preservar su poder negándose a cooperar es, lisa y llanamente, contrario al interés público y para estos casos es posible diseñar una estructura de incentivos que los induzca a cumplir con las responsabilidades del Estado. He denominado "presupuestos ensamblados" al mecanismo que propongo para inducir efectivamente a la coordinación y el ejemplo que sigue ilustra sobre su aplicación: Supongamos que el próximo gobierno, atento a la gravedad del problema, define como prioritaria una política pública integral para la niñez y la adolescencia. Llevarla a cabo implicaría que las áreas de Educación, Salud, Desarrollo Social, el Consejo del Menor y la Familia, y las relativas a los problemas de la minoridad se coordinen. El modo de lograrlo es estableciendo que un porcentaje del presupuesto de todas las áreas involucradas se destine al cumplimiento de la política fijada, y que la movilización de ese porcentaje de los recursos presupuestarios sólo pueda hacerse una vez que dichas áreas hayan coordinado entre sí un programa coherente, eficaz, sin superposiciones y con claros indicadores para su evaluación. Los distintos sectores del gobierno implicados en una determinada política deberán arribar, sí o sí, a una solución conjunta que les permita ejecutar su presupuesto. El Estado argentino cuenta con recursos humanos con la formación técnica necesaria para lograr estos objetivos. Desde un punto de vista técnico, se trata de vincular los presupuestos -de las distintas áreas involucradas en una política- horizontalmente y, desde el punto de vista operativo, de producir un cambio organizacional en la burocracia. Pero el problema no es la viabilidad técnica u operativa de esta propuesta, la cuestión es la viabilidad política de la misma. En este sentido, la incidencia de la institución presidencial y el liderazgo de quien la ejerza es crucial, en la medida que, desde ese lugar, cabe esperar la dirección o rumbo del gobierno y que, justamente, esa dirección es la que permite verificar la acción conjunta de los poderes sectoriales que representan los distintos ministerios o secretarías. No menos importante es el papel de los legisladores, siempre más preocupados por lo que puedan usufructuar políticamente de los distintos programas del Estado, que de la forma en que éstos cumplen con su cometido. La reforma que propongo debería alcanzar el estatus de un mecanismo insoslayable e instituyente del Estado. Su concreción abarca tanto problemas de cultura política como de cultura organizacional; se vincula con la resistencia a llevar adelante la reforma política; y descubre la noción de política y de ejercicio del poder que subyace al problema. (*) Vicepresidenta de la Fundación Argentina de la Esperanza. |
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