Viernes 14 de marzo de 2003
 

La alternativa de Lula

 

Por James Neilson

  Muchos progresistas que se sentían entusiasmados por la candidatura de Lula ya apenas pueden ocultar su amargura. Habían soñado con una epopeya típicamente latinoamericana en la que una etapa signada por la esperanza multitudinaria se vería seguida por otra consagrada a "la lucha" hasta que todo terminara con un fracaso tremendo que, una vez más, serviría para probar que Estados Unidos realmente es el Gran Satanás. Sin embargo, parecería que a Lula no le atrae en absoluto el papel heroico pero en verdad horriblemente destructivo que sus admiradores le habían reservado. Para decepción de algunos e indignación de otros, ha optado por actuar como si se creyera un burgués europeo al estilo de Felipe González o Tony Blair, un "traidor" que antepone los resultados concretos a los dogmas y sabe que si bien son muy lindas las fantasías de los asistentes a reuniones festivas en lugares como Porto Alegre, no dan de comer a los hambrientos, razón por la que no vaciló en ordenar un "ajuste" a fin de poder seguir pagando la deuda externa y, lo que es peor aún, comenzó a embestir contra los sindicatos que, por motivos muy lógicos, se oponen a que se celebren negociaciones salariales por empresa y no, como es tan frecuente en la América Latina corporativa, a nivel nacional. Incluso entiende que los "empleos basura" tan denostados por sindicalistas e izquierdistas son mejores que nada.
En una ocasión, el fundador de "La Opinión", Jacobo Timerman, dijo que su diario sería más bien "liberal" en lo económico e "izquierdista" en lo cultural. ¿Una contradicción? En absoluto. Por el contrario, se trata de un arreglo que es tradicional en América Latina, región en la que tarde o temprano casi todos los gobiernos, incluso los encabezados por Raúl Alfonsín ayer y por Hugo Chávez hoy, se ven calificados de "neoliberales" por los puristas, mientras que el ámbito cultural está dominado por individuos que se proclaman "de izquierda" y que suelen ser sumamente elocuentes o, por lo menos, vehementes cuando es cuestión de hablar pestes del estado del planeta.
Aunque la esquizofrenia así supuesta puede encontrarse en muchas partes del mundo -el rico que se imagina una suerte de guerrillero urbano que combate la injusticia es un arquetipo contemporáneo-, es en América Latina donde ha provocado los males más monstruosos. Puesto que la teoría, por decirlo así, se ha desvinculado por completo de la praxis, los presuntamente preocupados por el destino de los más de cien millones de pobres o indigentes de la región se conforman con lamentar sus sufrimientos, aludir con orgullo a su propio sentido de la solidaridad y rabiar furiosamente contra los juzgados responsables de los desastres de turno. En su universo, lo que les importa son la imagen, la figuración y el sentirse una víctima más de la vileza ajena. La idea de que convendría empezar a modificar la situación que tanto deploran mediante reformas parciales les parece insultante, acaso porque sería una forma de aceptar que a pesar de todo los malos no serán tan horribles como juran creer.
Para un progresista de este tipo, despertar un día en el palacio presidencial puede ser una experiencia traumática. En seguida, se ve constreñido a elegir entre tomar en serio las consignas rimbombantes de antes y prestar atención a quienes le aconsejan adaptarse a las circunstancias reales. Algunos, como Alfonsín, se han sentido obligados a protagonizar una especie de psicodrama, de ahí la fase "lírica" de su gestión que, desgraciadamente para él y para el país, sirvió para desencadenar una serie de calamidades que todavía no se ha agotado. Otros, por ejemplo Fernando Henrique Cardoso, no han perdido demasiado tiempo haciendo gala de su nostalgia por su época de progresista libre de responsabilidades, pero así y todo se resistieron a actuar con el vigor exigido por los tiempos. En cambio Lula no brinda la impresión de estar dispuesto a dejarse cohibir por fantasías estudiantiles. Ex limpiabotas, ex sindicalista combativo, hombre de origen inconfundiblemente proletario, a diferencia de sus compañeros de la clase media, no tiene necesidad de probar a nadie la autenticidad de sus credenciales como hombre del pueblo. No es un burgués acomplejado. Por lo tanto, desde el vamos Lula ha podido dejar saber que su gobierno será decididamente más riguroso en el manejo de las cuentas que aquel de su antecesor Cardoso o, de más está decirlo, que cualquier otro en la historia de su país.
Lula, pues, ha seguido el mismo camino que Blair, otro progresista pragmático que comprendió que a menos que un partido de izquierda logre gobernar con más eficiencia y mayor realismo que los conservadores sus logros, en el caso de que los haya, serán efímeros. Asimismo, Lula entiende que el gran problema que enfrentan tanto el Brasil como los demás países de América Latina tiene menos que ver con "el modelo" capitalista, que con la virtual "exclusión" de centenares de millones de personas que no participan en la economía moderna. Atribuir esta tragedia inmensa al "neoliberalismo", es decir, a ciertos cambios que se instrumentaron a regañadientes hace apenas una década, es fatuo, pero viene de perlas a los comprometidos con el corporativismo tan característico de la región, que están más interesados en defender sus propios privilegios que en permitir reformas que beneficiarían a la mayoría. El corporativismo clientelista disfrazado de estatismo solidario debería ser el gran enemigo de todo progresista genuino, pero sucede que muchos se han habituado a creerlo su aliado, cuando no una aproximación a su ideal.
Es claro que el desconcierto causado por la implosión del imperio soviético, el giro hacia el capitalismo de China, el letargo de ciertos países de Europa occidental, el desplome argentino y la vulnerabilidad del Brasil deberían obligar a todos, tanto "liberales" como "progresistas", a pensar en serio sobre sus respectivas propuestas, revisándolas con el propósito de adaptarlas a la realidad actual. Negarse a hacerlo por fidelidad a las consignas de otro tiempo no es del todo loable. Antes bien, se trata de una manifestación de cobardía escapista. En el Brasil, Lula y sus allegados más íntimos parecen haber entendido esta verdad. Puede que sus esfuerzos resulten vanos, que no haya una "salida" satisfactoria posible de la crisis provocada por la evolución incesante de la economía mundial y la tecnología en una región que ya está sumamente atrasada, en la que la mayoría sencillamente no está preparada para funcionar adecuadamente en una sociedad avanzada, pero aun así es forzoso que los gobiernos de la región opten por el camino que en términos prácticos sea el menos malo.
Gracias al prestigio de Lula, quizás el primer representante de la clase obrera latinoamericana que ha conseguido romper el monopolio burgués de los buenos sentimientos, es probable que los progresistas menos dogmáticos de América Latina decidan que el sentido común no es necesariamente reaccionario, que incluso puede resultar imprescindible para los deseosos de brindar más oportunidades al "pueblo". Es que a partir del colapso del "socialismo real" demasiados procuraron convencerse de que lo único que importaba eran las intenciones, las "utopías", la creencia ciega en "alternativas" que se reflejaría en la voluntad de repetir una y otra vez la mantra "otro mundo es posible", felicitándose de este modo por el idealismo propio y condenando la maldad de quienes no compartían su fe. Por supuesto que la actitud de estas personas, que se cuentan por decenas de miles, es mucho más religiosa que política, pero esto no quiere decir que no sean peligrosas: de surgir en la región un nuevo movimiento totalitario motivado por el odio, uno que suministrara a sus miembros buenos pretextos para encarcelar, torturar y asesinar, encontrarían entre ellas sus cuadros más belicosos. ¿Estarán dispuestos muchos "idealistas" a conformarse con la receta poco utópica de Lula? Esperemos que sí, porque la alternativa, el imposibilismo militante, significaría ya resignarse al statu quo, ya manifestar la voluntad de participar de más aventuras que podrían resultar épicas desde el punto de vista de los protagonistas, pero serían trágicas desde aquel de todos los demás.
     
     
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