Jueves 13 de marzo de 2003
 

La tecnología como mito

 

Por Tomás Buch

  El debate acerca de los pros y los contras de la tecnología tiene un aspecto poco mencionado que posee profundas implicancias. Se trata de la existencia de un aspecto mítico de la tecnología que puede oscurecer el análisis de la naturaleza de su impacto y, sobre todo, de su relación con otros aspectos de la cultura humana. La tecnología es el conjunto de las maneras que cierta sociedad tiene para hacer las cosas, de trabajar para su sustento, de estructurar sus espacios, de crear sus artefactos, de curar sus enfermedades, de cultivar sus alimentos, de viajar o de comunicarse. La tecnología contemporánea y sus productos han modificado profundamente nuestros hábitos y nuestras perspectivas, así como nuestras convicciones acerca de lo que es posible para la especie humana; también modificó nuestra reflexión sobre nosotros mismos y nos está modificando como organismos vivos.
Esto ha llevado a que "La tecnología", descarnada de la mayoría de sus atributos reales, se transformara en el más poderoso de los mitos de esta era, que algunos llaman "posmoderna". En buena parte del imaginario popular, y también en muchos "pensadores de la técnica", se difundió la idea de la "tecnología fuera de control", una fuerza autónoma que ya habría adquirido una dinámica imposible de parar y que nos llevaría al desastre o, por lo menos, a la desaparición de muchas de las características de la humanidad que conocemos. Se trata de una visión en gran medida mítica de la tecnología propia de esta sociedad. Ahora bien: los semiólogos nos explican que el mito es una manera de ocultamiento de la realidad. En este caso, la tecnología vista como fuerza autónoma, transformada en mito, nos impide ver que es sólo uno entre los varios factores que condicionan nuestra existencia y nuestro futuro y que, a la vez, se condicionan entre sí. Los desarrollos tecnológicos modernos tienen impactos positivos y negativos muy reales. Entre los impactos positivos, aunque su extensión a todos los habitantes del globo es aún una asignatura pendiente, contamos la higiene, con sus consecuencias; una mejor salud y la prolongación de la vida; el confort y las comunicaciones. Al margen de que, antropológicamente y filosóficamente, lo humano no es pensable sin la artificialidad, en los últimos siglos la humanidad se desarrolló hasta un punto en que no puede ya prescindir de los soportes tecnológicos que se ha creado. Es interesante observar, en este contexto, la manera en la cual se retroalimenta el desarrollo tecnológico con las necesidades que lo hacen imprescindible. Una de las principales causas del crecimiento demográfico casi exponencial del último siglo -y, paradójicamente, de muchos conflictos locales, la sobreexplotación de recursos y el deterioro ambiental que este crecimiento causa- ha sido el mejoramiento de las condiciones sanitarias. En el platillo negativo de la balanza está el desastre nada mítico al que nos llevan algunas de las tendencias actuales; este desastre toma diferentes aspectos, pero todos implican la deshumanización de la especie así como problemas ecológicos cada vez más graves. Una de sus vertientes, la más terrorífica, es la guerra, mediante las "armas de destrucción masiva" o por medio de las comunes, cuya eficacia tampoco deja de "progresar". La disminución de la cantidad de trabajadores humanos necesarios en cada vez más amplios campos de actividad entra en relación conflictiva con el crecimiento de la población, a la cual se priva, a la vez, de sustento y de la dignidad del trabajo. Este fenómeno, la desocupación estructural, se observa, sobre todo, en los países más pobres, en los que las grandes empresas ocupan los espacios que explotan con métodos de alta tecnología, casi sin emplear mano de obra local. En cambio, en los países centrales el fenómeno de la desocupación es menor porque muchos se ocupan en los servicios y en el desarrollo de nuevas tecnologías.
Otra pesa en ese platillo es el deterioro ambiental cuya máxima expresión es el cambio climático, del que ya pocos dudan de que, por lo menos en parte, es consecuencia del consumo desenfrenado de combustibles fósiles; otra más, la expoliación de los recursos naturales de los países pobres, sin reparar en costos ambientales, los que pocas veces son asumidos por los causantes que vienen de lejos con promesas de unos pocos puestos de trabajo en posiciones subalternas. La continuidad de la vida es agredida por el saqueo de los ecosistemas, con el resultado social adicional de la concentración, en cada vez menos manos, del poder y de la capacidad de decisión. Y existen fuertes indicios de la falta de sustentabilidad de un estilo de vida que, de generalizarse a todos los humanos, no sería compatible con los recursos naturales existentes.
Un aspecto inquietante, aunque más alejado de nuestra acuciante realidad, es la posibilidad de modificar la esencia misma de lo humano a través de manipulaciones genéticas y clonaciones, tal vez conducentes a nueva versión de la eugenesia. Finalmente, la tecnología de las comunicaciones se presta a la manipulación de las masas, con el peligro de que la democracia política sea desvirtuada para seguir imponiendo un esquema de poder cada vez más globalizado, concentrado, invencible y sin alternativas aparentes. Tal poder, en nombre de la eficiencia -otra entidad con rasgos míticos- se apodera de cada vez más áreas que antes eran de interés comunitario, destruyendo los vínculos sociales de solidaridad y reemplazándolos por un sistema jurídico permeable, dentro del cual se suceden títeres corruptos.
Todos esos son lamentables datos de la realidad. Pero al interpretar esta realidad mediante el mito de una tecnología transformada, por sí misma, en actor protagónico de la historia, una tecnología desbocada y autónoma, apenas manejada por tecnócratas alejados de las preocupaciones por el bienestar general, se logra aquello que fue el objetivo de todas las mitologías: disfrazar con un velo imaginario realidades que se quiere disimular ante los pueblos. En esta realidad, lo que se destaca es un sistema global de inmenso poder y de tremenda eficiencia basado en el interés y la libertad individuales y en la expansión de la civilización occidental capitalista a todo el mundo, junto con la ciencia y -por fin- la tecnología basada en esa ciencia.
"La tecnología", como entelequia, como fuerza autónoma, descarnada y fuera de control, no existe. Toda tecnología sirve a alguien y la tecnología actual sirve a ese sistema, al que contribuye a estructurar y que, a su vez, la desarrolla hasta sus límites. Ningún tecnólogo desarrolla ningún artefacto o sistema que no cumpla una función o una necesidad concreta en ese sistema. Eso no excluye que sus consecuencias puedan ser nocivas para otros grupos humanos o para otros integrantes del ecosistema global.
Este complejo sistema beneficia a los que logran adaptarse a él, pero no alcanza para garantizar la supervivencia de la especie. Como el interés privado se suele movilizar por motivos inmediatos, se hace muy difícil la previsión hacia un futuro más remoto. Los controles para evitar los excesos de poder, en este sistema como en los anteriores, deben ser añadidos al sistema desde afuera, en forma de regulaciones políticas basadas en el consenso democrático, controles que, lamentablemente, no siempre resultan eficaces.
Además de los aspectos míticos de la tecnología, quiero señalar una diferencia fundamental entre las consideraciones epistemológicas, antropológicas y éticas que se hagan sobre la tecnología en su sentido más universal, lo que llamaría la "tecnología abstracta"; y la manera en la cual es lícito aplicar la "reflexión sobre la técnica" en el aquí y el ahora de la realidad de la Argentina, un país mediano pauperizado. Llamaré a este segundo aspecto la "tecnología concreta". Es allí donde se nota con mayor estridencia el rechinar de las contradicciones en el discurso de la intelectualidad "progresista" de este país, cuando se hace eco de las modas tecnofóbicas internacionales que, si no tienen ese objetivo, por lo menos cumplen con la función de hacer desaparecer de su discurso humanista la diferencia entre el capitalismo globalizado y nuestra situación de marginalidad.
Algunos que se creen progresistas pretenden que al atacar "la tecnología" -por ejemplo la nuclear- defienden a la Argentina. Estoy totalmente de acuerdo con ellos cuando afirman que los países pobres no deben resignarse a ser los "patios traseros" de nadie y mucho menos sus basureros, ni los receptores de las industrias contaminantes que sus propios ciudadanos ya no toleran. También estoy de acuerdo en la protección de nuestra tierras, nuestro subsuelo y nuestra biodiversidad contra la codicia de los intereses cortoplacistas. Sin embargo, aún no veo cómo en una estructura económica sin industrias avanzadas como la que tenemos en la actualidad, después de un cuarto de siglo de desindustrialización, se generará empleo para los millones de argentinos que en épocas más felices no habían nacido. Sólo una industria con fuerza propia y tecnología competitiva podrá generar los puestos de trabajo que se necesitan.
Este es el debate acerca de la tecnología concreta. Además de participar de las interesantes reflexiones abstractas y teóricas acerca del futuro de la humanidad, debemos ocuparnos del futuro de nuestros niños; aquellos que hoy se mueren de hambre; los que mañana serán ignorantes debido a un sistema educativo destruido; y que carecerán de trabajo en una estructura económica que los sigue expulsando.
     
     
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