Martes 11 de marzo de 2003
 

La Argentina mafiosa

 

Por Martín Lozada

  U na de las caras de la Argentina preelectoral que hasta el momento no ha sido objeto de debate es aquella referida a la violencia institucional y a los crímenes del poder. Ambos fenómenos se encuentran estrechamente vinculados entre sí y constituyen un aspecto inquietante e irresuelto de nuestro presente nacional.
La marca mafiosa cuelga de la conciencia colectiva desde que se encontró el cadáver quemado del fotógrafo José Luis Cabezas. La parcial elucidación de la trama asesina condujo a las entrañas mismas del poder y a la coalición tejida entre empresarios y policías bonaerenses. Si bien se impusieron sentencias condenatorias a parte de los implicados, todavía falta recorrer el trayecto más difícil del camino, aquel que lleva a los autores intelectuales del asesinato.
Habla de similares manos ejecutoras la suerte corrida por el comisario retirado Jorge Luis Piazza, quien recibió un disparo en la nuca para luego ser abandonado en un cañaveral lleno de ratas ubicado en San Francisco Solano, en febrero pasado. Durante su actividad policial, Piazza había investigado el homicidio sufrido por el subcomisario Jorge Omar Gutiérrez, ocurrido en 1994 cuando investigaba un cargamento de drogas que ingresaría por la "aduana paralela".
En la causa judicial referida a aquel homicidio estuvo acusado un policía de la Federal que nunca fue condenado y que según se sospecha tuvo como cómplice a otro integrante de la fuerza. El expediente estaba por reabrirse y allí iba a prestar testimonio Piazza, quien seguramente tenía algo que decir al respecto.
Esta cultura de la impunidad en la Argentina ha tenido durante este 2003 otros capítulos no menos elocuentes. Entre ellos los correspondientes a la familia García Belsunce y a Horacio Conzi. En el primer caso apreciamos el ir y venir de quienes encubren, en el mejor de los casos, el homicidio sucedido en el interior de un country que opera a modo de feudo y de Estado dentro del Estado. Y es que el tratamiento "privado" que le confirieron a la muerte de María Marta ilustra de modo elocuente la convicción cívica que les subyace a los protagonistas: "Las investigaciones, la Policía y los jueces -es decir, el ordenamiento estatal- son para los otros, no para mí".
La suerte de Horacio Conzi resulta igualmente ilustrativa. Luego de disparar repetidamente su arma de fuego y de quitarle la vida a un joven a quien aparentemente ni siquiera conocía, se dio a la fuga. Modificó en varias ocasiones su escondite, designó abogados defensores por carta y de la noche a la mañana los argentinos nos enteramos de que en su derrotero en clandestinidad había sido auxiliado por miembros de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), donde guarda más de un buen amigo.
Entre tanto, la Oficina Anticorrupción creada por el gobierno de la Alianza y que funciona en la órbita del Ministerio de Justicia, ha dado a conocer los resultados cuantitativos de sus tres años de gestión. Las 667 denuncias practicadas posibilitaron el procesamiento de 71 funcionarios públicos, de los cuales tan sólo uno fue conducido a juicio, para luego resultar absuelto. Estas cifras no llamarían la atención de tratarse de otro país con menor índice de corrupción, pero siendo relativas a la Argentina resultan más que preocupantes.
La inacción de la clase política respecto de los crímenes del poder se traduce en un resultado esperable: su naturalización. De allí que la ausencia de un ejercicio pleno de la justicia sume al conjunto de la sociedad en un estado de anomia, desamparo y vulnerabilidad, que atenta contra la cohesión de los lazos sociales y los sentimientos de pertenencia. Así, la impunidad produce una pérdida de referencias con un altísimo efecto desocializador y deshistorizador que posibilita el ejercicio abusivo de los poderes dominantes.
¿Qué otro resultado produce sino la escasa atención que le deparan los candidatos electorales a las distintas expresiones de la corrupción? Es posible advertir que poco y nada se ha dicho en estos meses respecto de medidas tales como la modificación de la ley de Etica Pública, en sentido de extender a los candidatos a cargos políticos la obligación de presentar antecedentes laborales que hoy alcanza sólo a los funcionarios de carrera. Disposición que evitaría, entre otras cosas, que quien hasta ayer era directivo de una empresa privada pase a un organismo o secretaría de Estado sumido en un evidente conflicto de interés.
Tampoco han propugnado la sanción de una ley para reglamentar el lobby, y mucho menos aún para posibilitar que la Oficina Anticorrupción sea parte en los reclamos judiciales civiles para recuperar bienes o dinero producto de maniobras ilícitas.
La naturaleza política de las omisiones y las complicidades que ha apadrinado la multiplicación de los crímenes del poder debe ser puesta bajo severo análisis. Sobre todo en este período de recambio institucional, los programas de gobierno no deberían perseverar en la indiferencia con la que se ha abordado la cuestión en los últimos años. Y en caso de emprenderse el desafío de revisar en forma seria y estructural esta cara fallida de la gobernabilidad argentina, es necesario saber que su curso llevará, indefectiblemente, a las entrañas mismas de los grupos e instituciones más corroídos por la corrupción y la falta de fiscalización institucional.
Para avanzar en esa dirección será necesario contar no sólo con la convocatoria de vastos sectores sociales, sino también con una sólida convicción política. Puesto que desarticular una red de alianzas construida para sortear a cualquier costo -inclusive delictivos- los obstáculos que minimizan su rendimiento es tarea de una coalición que integre a ciudadanos críticos y activos, a organizaciones cívicas y a instituciones de control con vocación democrática.
Queda como asignatura pendiente para el próximo gobierno esta otra deuda odiosa que la república, instaurada en 1983, no ha podido todavía saldar. Propiciado por la inercia y la falta de compromiso democrático de muchos funcionarios gubernamentales, los sectores mafiosos instalados en el poder político del Estado operan de modo tal de colocarse, ellos y sus allegados, por encima de la legalidad democrática tradicional. Nadie ante esta realidad, y mucho menos las autoridades entrantes, debería permanecer indiferente.
     
     
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