Lunes 24 de marzo de 2003
 

La miseria galopante

 
  Si bien reducir el abismo que separa a los relativamente acomodados de los demás ha sido una meta prioritaria tanto para el gobierno del Fernando de la Rúa como para aquél de su sucesor interino Eduardo Duhalde, a partir del triunfo electoral de la Alianza la brecha así supuesta no ha dejado de ampliarse a un ritmo cada vez mayor. Mientras que una minoría pequeña ha conseguido ya enriquecerse, ya mantenerse a flote, la mayoría se ha depauperado. Según las estadísticas oficiales, el año pasado la parte de la torta económica que percibe el diez por ciento mejor ubicado llegó al 37,4 por ciento del total, un 2,7 por ciento más que en el año anterior, a pesar de que entre los objetivos principales planteados por los responsables del "default" festivo y la devaluación asimétrica estuviera precisamente el de liquidar un "modelo" que en su opinión no podría sino beneficiar a muy pocos en desmedro de la mayoría abrumadora de la población. ¿Ayudarán los distintos planes sociales que están en marcha a revertir estas tendencias? Es poco probable. A lo sumo servirán para impedir que los más pobres mueran de hambre porque no existen motivos para creer que contribuirán a transformar a los rezagados en personas capaces de prosperar, aunque fuera modestamente, en el mundo actual. He aquí el quid de un problema que afecta no sólo a nuestro país sino también a muchos otros, si bien de forma menos dolorosa. Por razones que tienen más que ver con la evolución de la tecnología y con las exigencias crecientes de la competitividad que con el "modelo neoliberal" -el que, no obstante las protestas desgarradoras de los perjudicados y las diatribas de quienes simpatizan con ellos, está implantándose en todas partes-, propenden a ensancharse las diferencias económicas entre las personas, las clases sociales, las regiones y los países. En la actualidad, la única manera de conservar cierta cohesión consiste en asegurar que todos reciban una educación adecuada: aunque un buen diploma ya no garantiza nada, en aquellas sociedades en las que es tradicional tomar la educación muy en serio las divisiones suelen ser menos alarmantes de lo que son en otras.
Pues bien: en la Argentina la mayoría apenas ha logrado terminar el ciclo primario y muchos abandonan el colegio antes de graduarse de un sistema secundario que, a juzgar por los resultados de los exámenes, de todos modos no los prepara ni siquiera para las universidades locales. Así las cosas, no debe sorprendernos que el grueso de la población siga ganando muy poco. ¿Cuántos desempleados actuales estarían en condiciones de abrirse camino en un país avanzado aunque no se enfrentaran con dificultades lingüísticas? Para colmo, el promedio educativo bajo de la mayoría perjudica a una amplia franja de personas que en otras circunstancias disfrutarían de un nivel de vida más que adecuado.
Por desgracia, no se da ninguna solución fácil para el gran problema planteado por un atraso educativo que muchos han preferido minimizar por orgullo nacional, dando por descontado que la Argentina sigue siendo "el país de Sarmiento" y por lo tanto mejor educado que los demás, o por motivos ideológicos que se manifiestan en la voluntad de politizar la educación. Sin embargo, a menos que logremos recuperar el terreno que se ha perdido en relación con países históricamente similares como España e Italia -los que conforme a las investigaciones que han emprendido las Naciones Unidas y otros organismos internacionales respetados en este sentido están entre los peor ubicados en el Primer Mundo-, no habrá ningún cambio estructural concebible que sirva para posibilitar que la economía crezca vigorosamente sin que sectores muy nutridos queden hundidos en la miseria o dependientes de la caridad ajena. Aunque ya es habitual analizar el atraso argentino en términos de "modelos", como si fuera evidente que existiría uno que, de aplicarse, enseguida pondría fin a la "latinoamericanización" del país, en última instancia los factores decisivos son los determinados por la educación, que aquí es deficitaria desde hace varias décadas, y por una cultura del no esfuerzo -o, si se prefiere, de la inutilidad del esfuerzo-, que ha incidido de manera trágica en casi todos los ámbitos de la vida nacional.
     
     
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