Viernes 21 de marzo de 2003
 

Una guerra novedosa

 
  Aunque los voceros militares estadounidenses habían previsto que la guerra contra el régimen iraquí comenzaría con un ataque tan espectacular que asombraría al mundo entero, ya parecería que en verdad los mandos del Pentágono han elegido una estrategia distinta. Si bien no sorprendería que luego de los tanteos iniciales se produjera la esperada ofensiva "fulminante", en una escala que sea incomparablemente más grandiosa que la de cualquier bombardeo que se haya visto en el pasado, esto dependerá de los resultados de las escaramuzas preliminares, de la reacción de los soldados iraquíes y del eventual empleo por parte de éstos de armas químicas o biológicas. Es que a pesar de contar con las fuerzas militares más mortíferas de toda la historia humana, el presidente George W. Bush se ha sentido obligado por la opinión pública local y, en menor medida, internacional, a hacer lo posible por asegurar que las bajas civiles sean mínimas. En efecto, como hizo suponer aquel ataque misilístico contra un "blanco oportuno" presuntamente constituido por Saddam Hussein y sus íntimos, Estados Unidos se conformaría con la captura de media docena de personas encabezadas por el dictador y sus hijos: supone que una vez "decapitado" el régimen, se encontraría frente a esporádicos brotes de resistencia desorganizada que deberían serle relativamente sencillo manejar. Por eso, esta guerra podría parecerse más al operativo "policial" que sirvió para que Estados Unidos detuviera al dictador y narcotraficante panameño Manuel Noriega, que a la primera Guerra del Golfo que redundó en la expulsión de las fuerzas armadas iraquíes de Kuwait. Es muy poco probable que todo le resulte tan maravillosamente fácil, pero aun así es paradójico que el más poderoso de todos los ejércitos tenga menos interés en destruir por completo al país de su enemigo tal y como era rutinario en las guerras de mediados del siglo pasado, que en triunfar de la forma más inocua concebible.
Esta actitud se debe a la conciencia de Bush y sus asesores de que gracias a los medios de difusión masiva el público se ha hecho incomparablemente más sensible que en el pasado. De concretarse una atrocidad, millones se enterarían en seguida de los detalles, de suerte que el eventual valor operativo de cometerla sería escaso frente a los costos políticos tremendos: por lo tanto, otra paradoja de esta guerra es que sería perfectamente factible que el régimen iraquí perpetuara matanzas de sus propios compatriotas con el propósito de influir en la opinión pública de otros países. Además de querer limitar el sufrimiento de la población civil, objetivo que por cierto no figuró hasta hace muy poco entre las prioridades de otros países en guerra -antes bien, procuraban aterrorizar a la población con el propósito de desmoralizarla y de provocar confusión-, Bush ha tenido que subrayar la voluntad de Estados Unidos de emprender un gran esfuerzo humanitario encaminado a impedir que se produzcan aquellas catástrofes que según sus muchos adversarios no tardarán en surgir a causa de su agresividad.
Por ser Irak un polvorín multiétnico de tradiciones truculentas, es más que posible que ocurra lo peor, pero así y todo como consecuencia del gran poder de los medios de difusión y del predominio en el Occidente de sentimientos pacíficos, cuando no pacifistas, sean éstos sinceros o meramente simulados por motivos ideológicos, se ha reducido el peligro de que calamidades de la clase habitualmente vinculada con la guerra se produzcan a causa del accionar del país militarmente hegemónico. En cambio, en otras partes del mundo, como en los distintos países del Africa central, en Chechenia y en las zonas virtualmente cerradas de los territorios controlados por China, han conservado su vigencia las despiadadas pautas tradicionales, realidad que sólo se modificará cuando los medios de difusión principales y "la comunidad internacional" acepten que todos los actos de salvajismo son igualmente malos y que una atrocidad perpetrada por un ruso en Chechenia, un turco en Kurdistán o un congolés en el medio de Africa debería motivar la misma indignación que otra cometida por un GI norteamericano o por un militar israelí. Desafortunadamente, la ecuanimidad ideal así supuesta aún parece utópica.
     
     
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