Sábado 15 de marzo de 2003
 

Ajuste no confesado

 
  Para sorpresa de muchos, parecería que el año pasado las provincias se las arreglaron para bajar en un 72,3% su déficit fiscal, hazaña que hace por lo menos factible que andando el tiempo consigan no sólo eliminarlo por completo sino comenzar a disfrutar de superávit, lo cual, huelga decirlo, sería sumamente saludable. Paradójicamente, el cambio de tendencia así supuesto se habrá producido en una etapa en la que manejaba el país un gobierno que se afirmaba contrario por principio a "los ajustes", o sea, a cualquier reducción del gasto público. Aunque los hay que creen que las cifras que acaban de difundirse se basaban en parte en la contabilidad imaginativa de ciertos gobiernos provinciales, pocos dudan de que los déficit sí se han reducido de forma notable debido no tanto al rigor de los gobernantes provinciales cuanto a la inflación, mal que les permitió bajar los salarios de los estatales sin tener que avisarles que cobrarían cada vez menos.
Así, pues, el gobierno nacional encabezado por Eduardo Duhalde y los diversos gobiernos provinciales han llevado a cabo con éxito un ajuste tan fenomenal que a su lado los recortes propuestos en su truncada gestión por el ministro de Economía Ricardo López Murphy parecerían propios de un despilfarrador manirroto. Para colmo, lo han hecho sin verse obligados a hacer frente a manifestaciones de repudio gigantescas o tolerar las críticas furibundas de quienes suelen proclamarse convencidos de que la idea misma del ajuste es una herejía neoliberal satánica, porque casi sin excepción la gente entiende que por haberse depauperado el Estado sencillamente no está en condiciones de continuar gastando con la misma generosidad que en otras épocas.
Que esto haya sucedido puede considerarse natural, pero el que el país se sometiera sin quejarse a la madre de todos los ajustes luego de haberse resistido durante años a manejar sus recursos con un mínimo de disciplina, plantea muchos interrogantes. Después de todo, nadie puede ignorar que de haberse reducido en el país los déficit fiscales por un porcentaje muy inferior al logrado en el 2002 antes del default, se hubiera ahorrado la serie de catástrofes que fueron provocadas por el colapso de confianza. Asimismo, es necesario preguntarnos si, de consolidarse la estabilidad, ¿seguirá siendo posible impedir que los déficit reanuden su tendencia a aumentar? Por cierto, distarían de ser promisorias las perspectivas ante un país cuyos gobernantes no puedan manejar la economía con la dosis imprescindible de racionalidad y realismo, salvo cuando se encuentre en una situación de emergencia.
En la raíz del problema así supuesto están dos factores. Uno consiste en un orden según el cual un político ambicioso con el poder necesario para incidir en el gasto público siempre se sentirá constreñido a comprar el apoyo que necesita: el segundo período en la Casa Rosada de Carlos Menem resultó ser nefasto porque subordinó el manejo de la economía a sus aspiraciones reeleccionistas, repartiendo beneficios sin preocuparse demasiado por la procedencia de los recursos precisos para concretarlos. Otro consiste en el tremendismo que es habitual de políticos formados en una cultura que nunca se destacó por su tolerancia o moderación. Los enojados por las propuestas del en aquella oportunidad ministro de Economía, López Murphy, no vacilaron en tildarlo de "genocida" por haber anunciado algunos ajustes relativamente menores: como el blanco de tal lindeza diría años más tarde, de tomarse en serio las palabras de quienes impulsaron su caída, sería imposible pensar en un epíteto lo bastante fuerte como para calificar a Jorge Remes Lenicov o a Roberto Lavagna. A menos que el presidente de turno comprenda que el electorado lo castigará sin piedad si lo cree adicto a la irresponsabilidad fiscal y los miembros del "ala política" de su gobierno acepten que es mejor obrar con seriedad que sacrificar el futuro del país a sus propios intereses inmediatos, la Argentina seguirá dominada por personajes que se niegan a actuar con sensatez antes de producirse los desastres que ellos mismos habrán preparado, para entonces verse constreñidos por las circunstancias a respetar límites que, lo entiendan o no los predicadores antiliberales, carecen de connotaciones ideológicas.
     
     
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