Viernes 14 de marzo de 2003 | ||
Los usos de la debilidad |
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Aunque muchos dirigentes peronistas preferirían olvidarlo, cuando a fines del 2001 se rompió el orden institucional, pocos atribuían aquel desastre a nada más que la ineptitud personal de Fernando de la Rúa. Por el contrario, los más consideraban al ex presidente como un producto típico de una clase política nacional intrínsecamente corrupta e incompetente, de ahí la esperanza generalizada de que el desplome de la Alianza y de lo que representaba posibilitara reformas realmente drásticas. De más está decir que muchos que en aquel entonces creían que el país estaba en vísperas de cambios importantes se vieron decepcionados por lo que ha ocurrido. Si bien es positivo que el país no se haya precipitado en el caos que tantos habían previsto, no lo es que se resigne a la perpetuación del statu quo por temor a los riesgos que acarrearía un esfuerzo por progresar. Con escasas excepciones, los integrantes de la clase política tradicional han conseguido conservar sus puestos y todo cuanto ellos les suponen. Además, a juzgar por las encuestas de opinión, parece probable que el próximo gobierno ya se asemeje al actual por ser demasiado débil como para intentar cambios estructurales, pero lo bastante fuerte como para mantenerse en el poder. Si bien cuatro de los cinco candidatos principales, Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Saá, Elisa Carrió y Ricardo López Murphy, insisten en que de resultar elegidos pondrían en marcha un programa ambicioso de reformas que a su juicio serviría para modificar radicalmente al país, todo hace pensar que aun cuando uno lograra triunfar, carecería del poder necesario para hacer mucho. En cuanto al quinto, el oficialista Néstor Kirchner, si bien habla como si él también estuviera dispuesto a inaugurar una etapa llamativamente nueva, sus vínculos con el duhaldismo serían más que suficientes como para obligarlo a reducir al mínimo sus pretensiones. Por extraño que parezca, los más beneficiados por la fragmentación y por la falta de coherencia de la clase política nacional son los políticos profesionales mismos. Aunque éstos no se han propuesto sembrar confusión con la intención de anestesiar a la ciudadanía, es lo que en efecto hicieron. De ser cuestión del resultado de una estrategia consciente, las divisiones múltiples que se han dado serían juzgadas maniobras maquiavélicas brillantes destinadas a asegurar la supervivencia en circunstancias a primera vista nada propicias de una élite privilegiada pero, es innecesario decirlo, no se trata de los frutos de un plan magistral ideado por operadores habilidosos, sino de otra manifestación de incapacidad colectiva. Puede que últimamente el presidente interino Eduardo Duhalde se haya dado cuenta de la situación así creada y que esté resuelto a prolongarla por suponer que de fracasar el próximo gobierno estaría en condiciones de regresar en triunfo a la Casa Rosada, pero no hay motivos para creer que ya a comienzos del año pasado haya previsto que en el fondo lo que más le convendría sería que su eventual sucesor recibiera una herencia que sería casi inmanejable. Por ser "la crisis" de origen netamente político, lo que es bueno para el grueso de la clase política nacional no puede ser sino malo para el país en su conjunto. Si bien siempre fue absurdo pensar que sería posible reemplazarlo por completo como soñaban los seducidos por la consigna "que se vayan todos", no lo es suponer que el país se vería beneficiado si una proporción importante de los consustanciados con el modelo corporativo populista tuviera que buscarse otro empleo, dejando el campo libre a los genuinamente dispuestos a emprender la modernización de las instituciones del país. Para que esto sucediera, empero, sería necesario que el electorado decidiera despedir a los caciques más representativos de la Argentina del fracaso. En el caso de aquellos radicales que aún no han optado por acercarse a Carrió o López Murphy y que no cuentan con un feudo local particular, la jubilación prematura es la alternativa más probable, pero en aquel de los peronistas las perspectivas inmediatas parecen ser mucho más promisorias, lo cual significa que tendrá que transcurrir mucho tiempo más antes de que, por fin, el país consiga separarse del orden político que le ha supuesto tantas desgracias. |
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