Miércoles 19 de marzo de 2003

 

Tatuajes

 
  Dice ella, mi amiga, que necesita un libro de esos que tengo acovachados en mi biblioteca. Su situación actual, explica Ana, le impide acceder a ciertos textos. El dólar alto y toda la historia tristemente conocida. Ya encontraremos ocasión de intercambiar figuritas en Las Grutas, le contesto en uno de los tantos mails que cruzamos por semana. A cambio del esfuerzo, promete, me devolverá -leído y repasado con fruición- el "Diccionario Personal" de Fernando Savater.
A veces hago el ejercicio de enumerar qué cinco libros me llevaría a una isla desierta (otros imaginarán cinco discos o cinco mujeres). Imagino un lugar deshabitado como al que llegó medio muerto Robinson Crusoe o Tom Hanks en "Náufrago". O -ahora que lo pienso- Tarzán, que no fue a parar a una isla pero aterrizó, siendo niño, en medio de Africa. De hecho, fue él quien disparó la chispa de los libros en mi vida. En noches oscuras, apenas iluminadas por el rojo candente de una estufa a leña, mi madre me leía en voz alta y monocorde las aventuras de un ser humano criado por monos. Afuera del rancho de mi abuelo las ánimas del sur cantaban sus penas.
Un libro es un momento en la historia de la vida de las personas. Un tatuaje. Creer en los libros es cometer la dulce ingenuidad de confiar en los hombres. En su mente. En su capacidad de sentir. De entregar. Los libros tienen aromas, cuerpo, voces que susurran. Por ahí escuché que no los elegimos a ellos sino que son ellos quienes nos señalan con el dedo.
Un libro es una fuente concentrada de energía. Una síntesis. La vida en sí. Pueden detonar la sabiduría aunque no sean la sabiduría propiamente dicha porque ésta duerme en algún recóndito lugar del alma y son muchas y extrañas las cosas que la despiertan.
He tomado otras elecciones. Decidí andar por caminos menos solitarios que el estudio obsesivo pero no dejo de amar, de esperar y de brindar cuando las tengo, esas horas llenas de ajetreado silencio que implica la experiencia de leer un libro. Si es una novela de aventuras, viajar por sus mares, conquistar sus tesoros; si es de erotismo, hundirme en la piel de la mujer que ya querría que compartiera mi ocaso y mi locura; si es de comidas, brindar hasta caer borracho y alegre sobre la mesa; si es de misterio, estremecerme y llorar de miedo con las sábanas sobre mi cabeza.
Los libros son el octavo arte, la octava maravilla. Lamentablemente no se revelan así como así. Su dedo mágico no indica a cualquiera. Un conocimiento previo es indispensable. Un pretexto. Una razón. Una clave de entrada a su paraíso donde confluyen todas las sensaciones posibles y las imposibles también. Luego, las puertas de su abismo se abren como el sexo de los amantes.
No estoy seguro de que la lectura haga mejores personas pero sí de que puede brindar placer y displacer, alegría y congoja, resurrección y muerte. Cada libro es una estación del ánimo. Con algunos atravieso llanuras; con otros, tormentas. Ahora mismo que estoy a pocos metros del centro del huracán me aferro al "Manual de tentaciones" de Abilio Estévez, que en uno de sus maravillosos pasajes dice: "No me basta que mis pies descalzos las sientan: quiero leer que las arenas de las playas son suaves".
Claudio Andrade
candrade@rionegro.com
   
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