Miércoles 12 de marzo de 2003

 

Cambiar

 
  Para cambiar el mundo hay que estar irremediablemente convencido de que se puede hacer poco y nada al respecto.
Antes de siquiera intentarlo primero debe dolerte tal cual es y gozarlo en cuanto encuentres la oportunidad. Tener sexo con la vida, poseerla, emborracharla, llevarla a límite desde donde se observan los acantilados de la locura.
No, el mundo no se modifica con políticas gubernamentales. Ni con macro sistemas empresarios que no incluyen a nadie porque estúpidamente tratan de resolver el todo.
Este tipo de planes fríos e inconscientes no se ocupa de la materia más delicada del ser humano, su alma, sino del órgano que dicta y tortura la pobreza: el estómago. Tampoco eso. Basta de hambre, proclaman, aunque saben que la educación, que precisamente conjura el hambre e impulsa el pensamiento, nunca llega.
Un Quijote es potencialmente más fecundo que una M-16 de última generación.
Un libro abre puertas, un arma las cierra.
Para cambiar el mundo hacen falta elementos de una pócima que no comercializa la apabullante fábrica de producción masiva: sensaciones.
Porque así como no hay sólo un color en la naturaleza, tampoco se reduce a una nota la música ni a una imagen la realidad. No guardan un único juego los pibes en su bolso de ocurrencias.
No recuerdo con exactitud cuándo comenzó. No importa. Desde entonces no ha parado. Me duele la humanidad que hacemos todos los días. Su decadencia. No por eso me abandono a la cuchillada sádica. Uso los analgésicos que conozco: los libros, la música, el cine.
Canjearía mi alma al demonio por un verso. Por un trago de vino. Por la sonrisa de alguien que amo.
Cada cierto tiempo escucho frases que no son para la posterioridad: "¿Para qué te vas a andar complicando con ideas raras?". Yo soy de los que se complican.
Me fastidian el dolor mío y el ajeno. La hipocresía. La violencia que se retuerce dentro de mí y la que escupe un enfermo que por una camiseta dispara un tiro a la masa.
Aunque la mente es propiciadora de muchas de las desgracias del hombre, aún creo en ella y en que un día la usaremos para dar y no para quitar como hasta hoy.
Soporto miradas de borracho abducido por un platillo volador cuando defiendo la lectura como una salida laboral. Y postulo la poesía como la llave de la libertad tan buscada.
"Flaco, no será para tanto", retrucan. Sí, es nomás. A pesar de mi extremo egoísmo, ya entendí que la alegría de los demás es capaz de irradiar energía a las cuatro esquinas del universo.
Sobre la misma superficie en que desciframos el placer estamos condenados a tolerar -o no- el dolor.
Quien ha aprendido el lenguaje de la pasión conoce el sabor de la amargura. Sentir es justamente lo contrario a que te resbalen las cosas.

Claudio Andrade
candrade@rionegro.com.ar

   
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