Viernes 28 de febrero de 2003
 

Una sensación de impotencia

 

Por James Neilson

  El presidente norteamericano Harry Truman tenía sobre su mesa de trabajo un pequeño cartel que decía, en lenguaje coloquial, que en última instancia la responsabilidad era exclusivamente suya, que no le sería dado cargarle a otro afirmándose el esclavo de circunstancias fuera de su control. Puede que a su modo el ocupante actual de la Casa Blanca, George W. Bush, comparta la misma filosofía saludable, pero parecería que en el resto del mundo escasean los dirigentes que en tiempos difíciles sean reacios a llamar la atención a su propia debilidad. No es cuestión de la conciencia necesaria de que por muchos motivos ciertas cosas acaso deseables son físicamente imposibles de suerte que sería mejor no intentarlas, sino de la voluntad apenas disimulada de hacer creer que uno es la víctima inocente de la maldad y de la estupidez de otros, lo cual, en una época signada por la autocompasión combativa, puede resultar políticamente muy ventajoso.
Un buen ejemplo de esta forma de reivindicar la inoperancia, porque es de esto que se trata, está siendo brindado por Eduardo Duhalde. Desde que logró erigirse en presidente provisional, Duhalde insiste en que el estado penoso del país es culpa del Fondo Monetario Internacional, del "modelo", del "neoliberalismo" y de los bancos. Por lo tanto, no lo es realmente de los gobernantes del país aunque, para guardar las apariencias, de cuando en cuando confiesa que ellos habrán tenido algo que ver con el asunto. Asimismo, aunque en diversas ocasiones declaró que pactar con el FMI era un objetivo prioritario porque de otro modo la Argentina quedaría aislada del "mundo", tal actitud no le ha impedido atacar al organismo con ferocidad acusándolo de haber sido demasiado blando con Carlos Menem y Fernando de la Rúa e inhumanamente duro con su propio gobierno.
Duhalde, pues, se comporta como un burócrata subalterno que entre sus amigos habla pestes de sus jefes pero que así y todo obedece sus órdenes a regañadientes, es de suponer con la esperanza de que resulten ineficaces mostrando así que estaba en lo cierto cuando las criticaba. Pero no sólo es cuestión de la mentalidad particular de un político determinado. La misma costumbre de hablar y de actuar como si la Argentina fuera un pobre juguete en manos de una pandilla de niños destructivos dotados de poderes sobrehumanos se ha difundido por toda la sociedad, afectando tanto a los políticos como a los empresarios, los financistas y los intelectuales. Parecería que no es posible hacer nada -organizar programas sociales eficaces, educar a los jóvenes, crear empresas competitivas, mejorar el desempeño del Estado-, porque todo intento, por modesto que fuera, de lograr algo positivo terminará frustrado por algún "neoliberal" dogmático infiltrado o por un "técnico" del FMI resuelto a depauperar a la gente.
Esta forma indigna de pensar se ha propagado porque es funcional a los intereses de muchas personas poderosas. A Duhalde y a sus ministros les conviene que sus compatriotas crean que no están en condiciones de hacer más que protestar contra las fuerzas oscuras que en su opinión los mantienen postrados: pedirles hacer frente a los problemas estructurales existentes sería tan absurdo como exigirle al quiosquero de la esquina que encabece una revolución productiva. Puesto que cualquier reforma perjudicaría a algunos, al gobierno le parece mucho más sabio dejar las cosas como están, culpando al FMI o a los ubicuos "neoliberales" por toda dificultad que surja. Otros políticos, para no hablar de los sindicalistas, se sienten igualmente contentos con la pasividad porque, al fin y al cabo, a su modo encarnan un orden que, si bien ha arruinado a más de la mitad de la población del país, les ha asegurado a ellos el poder y el dinero que tanto aprecian.
Los decididos a frenar el cambio cuentan con aliados importantes. Por ser la Justicia conservadora por antonomasia y también sumamente lenta, a quienes se oponen a las innovaciones les es siempre fácil conseguir un fallo judicial tras otro que les sirva para hacer tropezar a los deseosos de avanzar. La intelectualidad y el clero están firmemente en contra del "capitalismo salvaje", o sea, el capitalismo, por sentirse comprometidos con esquemas que, el ropaje supuestamente progresista de algunas versiones no obstante, se inspiran en los planteos antiliberales del catolicismo español que subyacen en buena parte del pensamiento nacional: aquí, los que gritan con más fervor contra el statu quo, imputándolo a los "liberales" estadounidenses, colaboran con quienes tienen muy buenas razones para querer conservarlo. También teme al "capitalismo moderno" el grueso de los empresarios que a pesar de aprovechar el discurso liberal en defensa de sus propias "conquistas" no tiene mucho interés en intentar explorar las oportunidades que existen más allá de las fronteras nacionales.
Ni la Argentina ni otros países latinoamericanos podrán empezar a "salir" de la crisis al parecer sempiterna en la que se han visto atrapados mientras la mayoría siga convencida de que cambios auténticos son imposibles debido a la oposición implacable de los personajes y las ideas que dominan el planeta. La sensación de impotencia así supuesta la ha mantenido inmovilizada desde hace varios años y por ahora cuando menos no se dan motivos para prever que esté por darse cuenta de que sólo se trata de una mentira interesada, que, de decidir "la gente" desoír los cantos de sirena de los conservadores, los países de la región podrían avanzar con rapidez por el mismo camino por el que ya han transitado tantos otros en Europa y en Asia oriental que, para disgusto de los tradicionalistas, decidieron que para enriquecerse tendrían que romper con el pasado para adaptarse a las únicas modalidades que a juzgar por la experiencia universal les permitirían prosperar.
A algunos tradicionalistas, sobre todo en Francia, donde la izquierda ha disfrutado de décadas de virtual hegemonía cultural, les gusta suponer que el fracaso argentino no es sino el primero de una larga serie porque el capitalismo occidental está por acompañar al comunismo soviético al basural de la historia. Sin embargo, aunque es factible que el futuro sea tan deprimente como prevén en aquellos países en los que los contrarios al cambio resulten ser lo bastante fuertes como para triunfar sobre sus adversarios, por ahora cuando menos no existen demasiadas razones para creer que estemos en vísperas de una gran debacle mundial aunque sólo fuera por la naturaleza proteica del capitalismo liberal, un proyecto nada dogmático que por eso siempre ha sabido adaptarse a las circunstancias imperantes.
Lo que sí podría suceder -ya está sucediendo- es que las sociedades que están abiertas al cambio atraigan contingentes cada vez más nutridos de especialistas emprendedores que se sienten frustrados por el conservadurismo local. La Argentina dista de ser una productora significante de buenos científicos, pero los que se forman aquí suelen emigrar a Estados Unidos, Europa o Australia. Y en Europa mismo está en marcha un proceso similar: Londres es un imán para miles de franceses, italianos, españoles y alemanes talentosos, pero relativamente pocos extranjeros bien preparados se sienten tentados por las perspectivas ofrecidas por París, Roma, Madrid o Berlín. En vista de que la importancia relativa del "conocimiento" propende a aumentar, es probable que tales movimientos nos digan más acerca del futuro que cualquier otro índice económico o, es innecesario decirlo, las lucubraciones de teóricos sectarios.
La Argentina, pues, tendrá que reaccionar pronto contra el pesimismo visceral que se ha apoderado de ella a instancias de una clase dirigente decidida a hacer pensar que sólo a un delirante se le ocurriría suponer que el país podría no meramente recuperarse sino progresar rápidamente para integrarse al Primer Mundo. Cuanto más tiempo deje transcurrir, más recursos humanos imprescindibles perderá, hasta que un buen día despierte para descubrir que ya se haya "latinoamericanizado" por completo, proeza que sin duda sería celebrada por aquellos que sueñen con una Argentina que se asemeje a San Luis o Santiago del Estero pero que sería un desastre sin atenuantes para sus habitantes y también, no lo olvidemos, para los demás latinoamericanos.
     
     
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