Martes 25 de febrero de 2003
 

Guerra y paz

 

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

  Quién, que tenga criterio, puede preferir la guerra a la paz?", se preguntaba Herodoto, el fundador de la Historia, cinco siglos antes de Cristo. La respuesta está incluida en la misma pregunta: nadie, excepto un "descriteriado", esto es, alguien que no tiene ninguna capacidad para distinguir lo falso de lo verdadero y cuyos juicios carecen de guía o norma.
Siempre me ha parecido que decirle a una persona que es des-criteriada, resultaba un agravio superlativo. Pues bien, la historia nos puede mostrar un continuo de violencia bélica carente de criterio. El estado normal de las cosas sería la guerra, en sus distintas variantes. No por ello la humanidad que la protagoniza merecería nuestra condena sin atenuantes. Es que las interpretaciones realistas de la historia resultan parciales. No son reflejos infalibles y completos de la verdad que intentan registrar.
Por cierto, la guerra nunca pudo ser portadora de su propia justificación. Debió ir acoplada a una proposición instrumental, un proceso racionalmente dirigido al restablecimiento de una situación anterior, un logro para alcanzar lo perdido o el camino a un estado superior merecido e injustamente denegado. Esto es, recuperar la libertad, el honor, el poder o la justicia de una nueva paz. La guerra necesita autocalificarse de transitoria e inevitable. En su significación clásica, es una situación de lucha armada entre dos o más Estados durante un período que va desde la declaración formal hasta la rendición incondicional de una de las partes o, eventualmente, hasta la formulación de un tratado de paz.
De perogrullo es que la paz se opone a la guerra. Es lamentable que la paz se defina negativamente como la "no guerra", la ausencia de ella. En esta dicotomía al no determinarse positivamente la paz, es el polo lógico más vulnerable, y la guerra el extremo avasallante y vigoroso. Pero bien podría entenderse que la paz es la consecuencia transitoria de la guerra, una estabilidad cuya pretensión es perpetuarse. El vocablo viene del latín "pax" ( en italiano "pace", en francés "paix", en inglés "peace") que expresaba la idea de "fijación". Históricamente, pues, tiene el signo de lo fijo, de lo consolidado e inmutable. El de la paz sería un tiempo inmóvil, opuesto a las revulsiones de la guerra. De ahí que la paz provenga de un pacto que fija y detiene los rumbos de colisión. Por eso, para el romano, espíritu guerrero e imperial por antonomasia, que inventó el derecho para consolidar el dominio del mundo al que sometía, la paz era una suerte de tiempo vacío, una época de inacción. Y ésa es una situación que se enfrenta con la idea de la historia, que late en acciones y se alimenta y proyecta en el cambio y la fluidez del movimiento. He ahí una manera de admitir filosóficamente a la guerra. Hay quienes la han exaltado, desde la cátedra, el libro o el café, en cuanto gesto supremo de heroicidad. En el pensamiento occidental, desde Ignacio de Loyola, Thomas Hobbes, el jacobinismo francés, el pangermanismo de Fichte, hasta Max Scheler y el propio existencialismo de Martín Heidegger, hay un continuo sospechoso: nos dicen, de modo más o menos directo, que el individuo, el Estado y la nación llegan a la culminación de su suprema vitalidad en el estado de guerra. Esos argumentos metafísicos no impulsaron pero sí absolvieron a las guerras de expansión, incluso a las guerras de inspiración civilizatoria y casi siempre religiosa contra los bárbaros e infieles.
La libertad, valor humano de mayor jerarquía, es el fundamento de las guerras de independencia y de los movimientos de "liberación nacional" anticolonialistas o antiimperialistas; pero obviamente, también puede serlo de quienes se defienden del enemigo bárbaro, que califican de atacante salvaje. También es la matriz de la declamación de una paz que esconde injusticias y desigualdades. O más cínicamente aún, disfraza la apropiación de recursos naturales valiosos, estratégicos y escasos, como el petróleo. Las variantes retóricas son muchas: así como se invocan guerras defensivas y guerras preventivas, hay también la paz del cementerio y del orden establecido, aunque éste sea notoriamente imposible de sostener sin la fuerza y la violencia.
Menos frecuentemente invocada que la santa agresión contra los infieles y los herejes, la cuestión económica siempre ha sido un factor decisivo, aunque oculto. Los preparativos de una confrontación bélica, con la movilización de todos los recursos para la producción industrial y el desarrollo, sirvieron para que la Alemania nazi y la Rusia stalinista superaran la recesión y empujaran al crecimiento y el pleno empleo. Algo parecido ocurrió en los Estados Unidos democráticos del presidente Roosevelt: allí los niveles de actividad económica aumentaron más de un 40% entre 1941 y 1945. En estos días los periódicos y las revistas y medios especializados describen perspectivas y hacen pronósticos sobre los costos y beneficios que a los mercados especulativos traerá aparejada la guerra abierta en Medio Oriente. La cosa tiene rasgos de cruel cinismo. Por lo pronto todo ello apesta a petróleo. ¿Hasta qué punto la resistencia de Francia y Alemania a la agresividad unilateral de Estados Unidos en Irak no persigue en realidad impedirle el dominio monopólico del suministro del estratégico elemento? Así, el pecado de Irak no es sólo que posea o haya poseído material de destrucción masiva, sino que además tiene un subsuelo inundado de hidrocarburos.
Es cierto que la propaganda "patriótica" que realiza hoy el gobierno norteamericano hace recordar la acción psicológica utilizada en tiempos previos a las guerras más sangrientas que ha habido durante el siglo XX. La oposición interna a la intervención armada en el Medio Oriente, o donde sea que peligre la seguridad de los "intereses vitales" de la potencia hegemónica, es silenciada y acusada de traicionar los principios de la Nación.
La primera cuestión del derecho internacional es el rechazo de la guerra como instrumento idóneo para resolver los conflictos por vías pacíficas y, eventualmente, para "humanizar" la guerra. Sus resultados prácticos son discutibles. Pero el intento es necesario y urgente, a pesar de la banal hipocresía que suele ocultarse tras él. Los movimientos pacifistas, debería admitirse, no siempre han sido sinceros, ni tan ingenuamente utópicos como se presumiría. En estos días, en los foros y manifestaciones que se multiplican, algunas declaraciones seudo izquierdistas son contradictorias. No creo en quienes esgrimen la paz para llamar a la guerra contra los agresores "yanquis".
Sin embargo, el único instrumento válido para una paz duradera y justa es una moral universal que sacralice a los hombres y a los pueblos y enjuicie a la guerra como un mal absoluto, pero evitable. Aunque pueda ser tachado de idealismo utópico, el principismo pacifista es quizá el único posible. Pero más allá de su escasa capacidad de éxito inmediato, será más esperanzador si instruye un compromiso individual y colectivo de una cultura humanista de trabajar "para la paz". Ello implica una perseverancia, hasta la obcecación voluntarista, aun en el marco de un pesimismo que no deje de ser activo, o de un optimismo relativizado por los datos fácticos del mundo tal como es, y no como quisiéramos que fuera. Claro está que trabajar "para" la paz exige la eliminación de las condiciones económicas, sociales y culturales que la imposibilitan. Y en esto todos los gobiernos, aun los más pobres y menos influyentes, incluyendo el torpe y debilitado que hoy padecemos los argentinos, deberían pronunciarse con el coraje idealista de quien tiene razones y no meramente el mezquino cálculo del acomodamiento con el más poderoso. La Argentina tiene una noble tradición que, aunque ya lejana en el tiempo, deberíamos reivindicar.
     
     
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