Viernes 21 de febrero de 2003
 

Amenazas inconcebibles

 

Por James Neilson

  En última instancia, la decisión norteamericana de eliminar el régimen de Saddam Hussein se basa en la convicción nada absurda de que plantea una amenaza auténtica a su propia seguridad y a la de muchos otros países. A menos que pueda ser vinculado con este objetivo, el eventual deseo de transformar a Irak en una democracia, liquidando una dictadura sanguinaria que representa una proporción muy pequeña de sus habitantes (sumados, los chiítas y los kurdos reprimidos sistemáticamente por Saddam conforman una mayoría amplia), y de este modo impulsar la evolución del mundo árabe es secundario, si bien a ojos de muchos en Washington mencionarlo servirá para dar a lo que de otro modo sería un alarde de "Realpolitik" tradicional una apariencia apropiada para los tiempos actuales.
¿Y el movimiento "por la paz"? Este es mucho más interesante y a su manera más peligroso que el belicismo atribuido a George W. Bush, porque muestra que en muchos países occidentales predominan los que, ya por hostilidad hacia Estados Unidos, ya por no querer saber nada de lo que ocurre más allá de sus propias fronteras, prefieren la pasividad a la intervención, sea ésta relativamente benévola o no, en lugares que les son irremediablemente ajenos. Tal actitud es peligrosa porque, mal que nos pese, no cabe duda alguna de que en muchas partes del mundo, entre ellas las grandes metrópolis de América y Europa, hay individuos que sueñan con organizar una especie de guerra santa contra las democracias opulentas y fofas. Si éstas se niegan por principio a hacer uso de la fuerza, un día se verán atacadas por quienes las creen demasiado decadentes como para intentar defenderse.
En Europa, el alemán Gerhard Schröder es el vocero principal del pacifismo a ultranza. La posición del francés Jacques Chirac es más matizada: de salirse con la suya, se sumará a la coalición pronorteamericana minutos antes del comienzo de la guerra, pero puede que ya le sea tarde para una maniobra tan cínica. Por su parte, en este ámbito el británico Tony Blair, su homólogo español José María Aznar y el italiano Silvio Berlusconi comparten el punto de vista de Bush a pesar de que en todos estos países la mayoría ha optado por considerar cualquier ataque sin la aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU -es decir, sin el visto bueno de Francia, Rusia y la dictadura china- que se inicie con el propósito de derrocar al régimen iraquí como una aventura despreciable emprendida por locos o mercenarios. Tan fuerte se han hecho los sentimientos de este tipo, que son cada vez menos los dispuestos a plantear la posibilidad de que Saddam sea un tanto peor que Bush y que si logra sobrevivir a las presiones en su contra gracias al pacifismo vehemente de los europeos las perspectivas frente al mundo serían aún más sombrías de lo que ya son.
Los líderes de "la vieja Europa" insisten en que será no sólo factible sino bastante fácil poner fin al régimen de Saddam sin una intervención militar. Acaso estarían en lo cierto si todas las potencias occidentales se proclamaran más que dispuestas a invadir a menos que el dictador aceptara exiliarse, pero puesto que le han dado motivos de sobra para esperar que la oposición presuntamente pacifista a la guerra termine frustrando los planes de Bush y Blair, han contribuido a hacer aún menos probable la "solución" que dicen querer. Tal vez éste no sería el caso si Saddam fuera un político democrático occidental, pero sucede que, como tantos otros tiranos tercermundistas, su forma de pensar es muy distinta de la habitual en el mundo desarrollado. En comparación con el "carnicero de Bagdad", Videla, Galtieri y compañía eran intelectuales progresistas parisinos.
¿Qué ocurriría si a esta altura Bush, debidamente impresionado por las razones esgrimidas con pasión creciente por los pacifistas y los antinorteamericanos, decidiera limitarse a métodos diplomáticos? En el continente europeo, Schröder y Chirac serían celebrados como héroes de la paz y Blair, sin mucho éxito, procuraría achacar el cambio de opinión en Washington a sus propios consejos sabios, todo lo cual quizás no sería tan malo porque sólo se trataría de un episodio más de la interna política occidental. En otras partes del planeta, empero, la reacción sería menos inocua. Turquía, desairada por la OTAN a instancias de dos países ya considerados antiturcos, Francia y Alemania, entendería que no le convendría confiar en ninguno de sus aliados actuales. Mientras tanto, en el mundo islámico, lo que sería tomado por un triunfo épico de Saddam y una derrota sin atenuantes de Estados Unidos no daría lugar a una época caracterizada por el amor por los occidentales pacíficos, sino a una signada por el desprecio por quienes profieren amenazas contundentes sin atreverse a concretarlas. Es posible que en ciertos círculos norteamericanos y europeos sea rutinario distinguir entre la pasividad principista y la debilidad, pero en las demás zonas del mundo la mentalidad imperante es otra: el poder, acompañado por la voluntad de usarlo, motiva admiración; la pusilanimidad sólo merece desdén.
En este sentido, la experiencia latinoamericana ha sido aleccionadora. Los regímenes militares que gobernaban toda la región hace apenas treinta años se desmantelaron uno tras otro al darse cuenta la ciudadanía de que, no obstante su fanfarronería, en realidad eran debiluchos. Por esta razón acaso primitiva pero no por eso insignificante, la derrota de Galtieri en la guerra del Atlántico sur ayudó mucho a desprestigiar toda una tradición política. De haber triunfado la dictadura aunque sólo fuera a causa de maniobras diplomáticas y el apoyo de ciertos países europeos, los militares seguirían constituyendo un "poder fáctico" sumamente importante tanto en la Argentina como en casi todos los demás países de la región, aunque la cultura democrática de los latinoamericanos siempre ha sido infinitamente más sofisticada que aquélla de los árabes y la mayoría de sus vecinos.
Tales consideraciones serían rechazadas con indignación por los paladines de la paz que se las han ingeniado para persuadirse de que si no fuera por la agresividad a su juicio extraordinaria de Estados Unidos, el mundo entero disfrutaría de siglos de tranquilidad. Es que quienes piensan así sencillamente no creen que otros puedan ser tan malignos como dicen ciertos políticos democráticos. Enfrentar el peligro planteado por fanáticos brutales negando que exista fuera de la imaginación de quienes hablan de la necesidad de luchar contra él antes de que adquiera dimensiones mayores es normal en las sociedades modernas. Incluso podría argüirse que la ceguera, amnesia o ignorancia frente a lo que son capaces de hacer los dictadores es esencial para la tolerancia mutua y por lo tanto para la convivencia civilizada, pero así y todo significa que por su naturaleza las democracias se resisten a actuar antes de que sus enemigos ya hayan provocado horrores monstruosos, probando de este modo que realmente son tan terribles como habían advertido algunos "belicistas".
En Estados Unidos y Gran Bretaña, la enseñanza más valiosa dejada por el siglo XX es que siempre será mejor impedir que una amenaza totalitaria consiga consolidarse, que tener que enfrentarla después cuando ya no queden dudas en cuanto a su gravedad. O sea, que es mejor ser Winston Churchill que Neville Chamberlain, estadista que por algunas semanas gozó de la gratitud de todo amante de la paz. Para buena parte de Europa, y por extensión, América Latina, empero, lo que nos enseñó el siglo XX es que la guerra es de por sí mala y que en consecuencia debería hacerse todo cuanto sea posible para evitarla aun cuando esto incluya confiar en la buena voluntad o, cuando menos, el sentido común de personajes tan brutales como Saddam Hussein. Por un lado, están los hobbesianos realistas que dan por descontado que el mundo sigue siendo un lugar peligroso en el que las viejas pesadillas podrían regresar en cualquier momento, por el otro los kantianos idealistas que imaginan que de ahora en adelante todo será distinto o que lo sería si Bush, Blair y sus amigos dejaran de fingir creer que en el fondo poco ha cambiado y que, de convencerse la camada más reciente de dictadores de que el Occidente es un ricachón obeso al que podrían aterrorizar y saquear con impunidad, no titubearía en aprovechar al máximo las muchas oportunidades así planteadas.
     
     
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