Lunes 17 de febrero de 2003
 

Enfermos y médicos

 

Por Héctor Ciapuscio

  La señora Mary Dilligan le escribe al doctor Sherwin B. Nuland relatándole la dolorosa odisea de siete años que vivió, hasta el desenlace del proceso, acompañando a su marido afectado por distintas enfermedades, de especialista en especialista y de hospital en hospital. La mujer, reconociendo la capacidad profesional y la humanidad de cada uno de los que habían intervenido, todos de primer nivel, le requiere alguna explicación para entender mejor su fracaso. ¿Cómo es posible -le pregunta, describiendo minuciosamente las alternativas- que en todo el transcurso de tan larga y obstinada búsqueda de comprensión del caso del enfermo haya encontrado sólo miradas parciales y nunca una visión esclarecedora?
El doctor Nuland, profesor de cirugía clínica en Yale, responde a la angustiada pregunta y formula observaciones ampliatorias. Le dice a la señora que su carta describe no sólo la tragedia del marido y la suya propia, sino también la tragedia de la medicina norteamericana y de los cientos de miles de pacientes que han sido afectados por ella. Se lo ilustra con un recuerdo. Un colega suyo visitó una vez a un gran profesor de medicina de la vieja escuela para describirle su compleja condición médica, tratada inadecuadamente hasta el momento por una serie de super-especialistas, y pedirle consejo sobre el camino a seguir. El sabio profesor lo escuchó atentamente y luego le dijo: "Usted sabe lo que necesita, ¿no es cierto? Usted necesita un doctor". Con lo cual quiso decir, expresa Nuland, "Usted necesita un sanador, un curador, un médico cuya perspectiva lo abarque a usted como un ser humano completo". Y comenta que, aunque no faltan en Estados Unidos profesionales e instituciones que satisfagan esta esencial verdad de la medicina -que no es una ciencia sino que es y ha sido siempre un arte que usa ciencia tan bien como le sea posible-, es evidente que se han formado dos o tres generaciones de médicos altamente especializados que son inadecuados curadores-sanadores, incapaces de pensar los pacientes como seres humanos completos y enfocando exclusivamente en los aspectos del problema que caen dentro de su especialidad. En el caso de multiplicidad de enfermedades o afecciones a menudo ocurre una "frustración clínica" en la mente del especialista. Nuland cree en la absoluta necesidad de una resurrección de la importancia dentro de la jerarquía profesional del médico primario, la persona singular que guía el espectro entero de la cura.
Al final de su carta, la señora Dilligan le ha formulado una segunda pregunta: ¿qué podría ella hacer para que resultara algún bien de su experiencia sobre la manera trágica en que había muerto su esposo? El interrogado le responde que, generosa como es, quizá debería comprometerse en una acción social participativa, movilizadora, para mejorar las cosas. Citando al famoso sociólogo médico David Rothman cuando se refirió al derecho de morir del paciente en vida vegetativa (el caso famoso de Karen Ann Quinlan), recuerda que los cambios más notables experimentados por la praxis médica en el país en los últimos tiempos no provinieron del interior de la profesión sino de fuera de ella. Pone por ejemplo varios subproductos del movimiento feminista como el caso del tratamiento del cáncer de mama en el que se fue superando la oposición de muchos cirujanos y su preferencia por la mastectomía radical. Mucho se ha avanzado también por el involucramiento social en la discusión, en el sentido de ir sustituyendo los antiguos modelos paternalistas en favor de lo que los bioeticistas llaman "autonomía", el principio según el cual el paciente debería influir con propias opiniones informadas sobre el tratamiento que mejor convenga a su enfermedad. Los cambios necesarios en la práctica profesional, dice por último, se producirán mejor y más rápidamente si la gente se involucrara en la discusión de los problemas. Tendrá todo el apoyo de la propia comunidad médica, que es la más interesada en que se compartan las angustias que le resultan tantas veces de los enigmas de la enfermedad.
Agreguemos nosotros que hay una experiencia notable -referida por Harry Collins y Trevor Pinch en " The Golem at Large"- que confirma esto último. Se trata del modo en que la comunidad gay de San Francisco, California, se propuso y logró influir fuertemente, desde los comienzos de la epidemia, sobre la evolución de los métodos para afectados de sida. En primer lugar, una cantidad de activistas estudió y se puso al día con la información. Luego participaron en la experimentación de las nuevas drogas y tratamientos, con tal éxito que las estadísticas empezaron pronto a arrojar resultados espectaculares en cuanto a nivel de bienestar y sobrevida de los infectados. Existiendo, por otra parte, una cierta cantidad de médicos y universitarios en esta comunidad, muchos de ellos se asimilaron a un nivel de expertos capaces de negociar con los propios especialistas en una relación casi de socios. Un párrafo del trabajo referido expresa que lo que ha estado sucediendo en el caso de los pacientes de sida (ellos, se aclara, prefieren ser llamados "people with AIDS") ha sido una re-negociación de la relación médico-paciente hacia una aparcería de mayor igualdad. Y en otro párrafo conclusivo: "Lo cierto es que un grupo de legos se las ha arreglado para ajustar una conducta científica de investigación clínica: ellos han cambiado la manera en que ésta era concebida y practicada".
     
     
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