Viernes 14 de febrero de 2003
 

Gente muy humilde

 

Por James Neilson

  En algunas latitudes, los gobiernos se esfuerzan por convencer a todos de que gracias a su sabiduría y vigor el porvenir nacional será glorioso. Lo hacen no sólo por vanidad, sino también por entender que el dinamismo de una sociedad depende en buena medida de la confianza en el futuro tanto de quienes la conforman como de los inversores extranjeros. Pero en este sentido, como en tantos otros, la Argentina es diferente. Desde que el cacique peronista bonaerense Eduardo Duhalde se las ingenió para reemplazar a Fernando de la Rúa en la Casa Rosada, los propagandistas oficiales se han dedicado a bajar las expectativas de la gente. Tan comprometidos estuvieron con dicha tarea, que llegaron al extremo de insinuar que los años noventa, período en el que millones de personas saborearon las delicias del consumismo, en verdad no existieron, que si bien muchos lograron comprar autos y casas o viajar por Europa y Estados Unidos fue a causa de una "ficción" porque, dicen, un peso argentino nunca jamás pudo valer un dólar estadounidense. 
Se trata de una idiotez, claro está. Ninguna moneda tiene un "precio justo". Todas, incluyendo el dólar, valen precisamente lo que decide el mercado, ni un centavo más ni menos, y si durante muchos años los operadores confiaban bastante en "la convertibilidad" como para tomar en serio el uno a uno, esto quería decir que "la ficción" era tan real como la cotización de cualquier otra divisa.  Sin embargo, lo que está en juego aquí no es una teoría monetaria idiosincrásica confeccionada por peronistas bonaerenses imaginativos, sino una actitud determinada hacia las posibilidades del país. Puesto que resulta del interés de los duhaldistas y de sus muchos aliados de la clase política hacer pensar que el desastre que provocaron no ha sido tal sino un regreso a "la normalidad" luego de un viaje por Jauja, les conviene que los argentinos crean que en su país la miseria es natural y los esporádicos brotes de prosperidad una aberración vil atribuible a la fantasía de sus adversarios.
El ideal de la clase política es un país en el que nadie les exija nada salvo algunos "planes Trabajar", uno en el que la caída por debajo de la "línea de pobreza" de millones de personas sea imputada a la malevolencia extranjera o a los delirios de grandeza de Carlos Menem, no a un grado extraordinario de inoperancia por parte de individuos que apenas serían capaces de manejar un quiosco con eficacia. Y por extraño que parezca, los políticos amigos del statu quo han conseguido su propósito. Todos los candidatos presidenciales dan por descontado que sería absurdo afirmar que la Argentina está en condiciones de recuperar el terreno perdido en un lapso relativamente breve para entonces avanzar a un ritmo equiparable con el logrado por otros países. Con la presunta excepción de Ricardo López Murphy, parecen persuadidos de que incluso hablar de "cambio" equivaldría a dejarse engañar por el utopismo onírico.
Que tantos políticos piensen de este modo puede comprenderse: son directamente responsables de la lamentable situación actual y cualquier intento de dejarla atrás los obligaría a abandonar muchas "conquistas".  He aquí la razón por la que las consecuencias calamitosas de la gestión de Duhalde y Roberto Lavagna, como aquel aumento terrorífico de la cantidad de pobres e indigentes, no han dado pie a ningún debate acerca de la mejor forma de revertir las tendencias así supuestas. Según parece, no es cuestión de una "emergencia" pasajera sino de una realidad a la que todos tendrán que acostumbrarse, perspectiva que, huelga decirlo, no les preocupa demasiado a los populistas porque les encanta suponer que muy pronto el país se verá poblado exclusivamente por clientes humildes y agradecidos.
Lo que no resulta tan fácil comprender es que la ciudadanía en su conjunto se haya entregado con docilidad a la visión propuesta por los "dirigentes". Aunque muchos siguen criticándolos a éstos por sus hábitos corruptos, su obsesión enfermiza con sus respectivas internas y su afición incurable a la demagogia más burda, la resistencia a pensar en lo que sería necesario hacer para que la Argentina comience a aprovechar sus ventajas no les ha supuesto reparos. Pocos se dieron el trabajo de protestar contra la pasividad mezquina que ha sido la característica más llamativa de la gestión de Duhalde. Si se da un "proyecto nacional" consensuado, éste presupone la voluntad de conformarse con la miseria. Proponer superarla como ya han hecho tantos otros pueblos como el alemán, el japonés, el italiano, el español y, últimamente, una parte sustancial -algunos centenares de millones de almas- del chino, no se consideraría del todo serio.
¿Por qué hay tanta resignación? Acaso porque "la salida" del pantano en el que el país está atollado tendría forzosamente que ser capitalista, cuando no "liberal", o sea, supondría emprender con la máxima energía concebible el camino que ha sido sistemáticamente anatematizado por el clero católico, la intelectualidad progresista, el neofascismo peronista y el conservadurismo radical, es decir, por la mayoría abrumadora de la clase gobernante nacional que, casi sin fisuras, se siente consustanciada con el clientelismo corporativo imperante, régimen que a su juicio debería defenderse aun cuando hacerlo signifique la miseria para más de la mitad de los argentinos. Sin embargo, por mucho que les duela a los personajes importantes que llevan la voz cantante en la Argentina actual, no se da un solo ejemplo de un país que haya conseguido enriquecerse en el marco de un "modelo" remotamente similar al reivindicado por las élites locales, mientras que los que han logrado hacerlo en el fijado por el capitalismo liberal se cuentan por docenas.
Todo sistema habido y por haber favorece a algunos en desmedro de otros. Siempre habrá ganadores y perdedores en términos ya de dinero, ya de prestigio. Desgraciadamente para aproximadamente veinte millones de argentinos, quizás más, el país está bajo la férula de quienes temen, con razón o sin ella, que no les sería dado estar entre los triunfadores en el caso por ahora improbable de que la Argentina se mutara en una sociedad capitalista avanzada. Muchos exageran: a los políticos del montón, los empresarios ídem, los intelectuales progres y los estatales competentes no les va nada mal en Estados Unidos, la Unión Europea, el Japón, Noruega, Suiza, Australia, Nueva Zelanda y el Canadá. Con todo, la conciencia de que los cambios necesarios podrían resultarles traumáticos, que muchos se verían constreñidos a reciclarse, para no decir reinventarse, para lograr prosperar en una sociedad que se rigiera por normas distintas de las tradicionales, ha sido más que suficiente como para permitirles a las élites establecidas mantener a raya el espectro de una reforma global. Fueron tan exitosos en tal empresa, que ni siquiera empezaron a debatirse las alternativas disponibles.
Cuando un país entero fracasa, las causas de sus desgracias suelen alimentarse a sí mismas. Lejos de debilitar la cultura clientelista, la depauperación brutal de amplios sectores ha servido para fortalecerla al hacer más urgentes las necesidades. Asimismo, a raíz de la ruina del sistema financiero, los sentimientos de los enemigos de este componente imprescindible de toda economía moderna han sido adoptados por millones de personas que antes entendían muy bien que sin bancos eficientes virtualmente nada podría funcionar. Y, por no haber intervenido "el mundo" o, si se prefiere, Estados Unidos a fin de rescatar a los argentinos de las catástrofes provocadas por una clase política tan miope como descerebrada, la ciudadanía se ha vuelto más antinorteamericana y más globalifóbica que cualquier otra de origen mayormente europeo, lo cual sin duda es motivo de satisfacción para aquellos políticos y sindicalistas que se oponen al cambio, pero que servirá para hacer aún menos fácil la eventual "modernización" del país.
A pesar de la debacle que no culminó con el default jubiloso y una devaluación confesadamente caótica sino que ha seguido agravándose, la Argentina todavía cuenta con todos los ingredientes necesarios para erigirse en un país próspero. El problema consiste en saber aprovecharlos. En principio, la clase dirigente debería estar procurando encontrar la mejor forma de hacerlo, pero sucede que por priorizar sus propios intereses ha optado por negar la posibilidad de que existan "soluciones". En cuanto a "la gente", si bien le encantaría despedirse de una vez y para todas de sus "dirigentes", sigue fiel a la cultura política o mentalidad que encarna la clase dirigente actual, la que, recuperada del susto que experimentó a comienzos del año pasado, ya ni siquiera intenta ocultar el desprecio que siente por sus compatriotas.   
     
     
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