Lunes 10 de febrero de 2003
 

Una reflexión sobre el reciente acuerdo con el FMI

 

Por Roberto Kozulj

  Las respuestas a la pregunta: "¿Qué piensa usted del acuerdo con el FMI?" dependen obviamente del grado y calidad de la información que se posea, de su formación teórica, de su ideología y ubicación política, pero también de su apreciación de la justicia y la verdad. Las clases medias, los sectores productivos y los políticos sienten por lo general horror ante las perspectivas de un país sin divisas, al borde de corridas cambiarias, de la hiperinflación y de la disgregación social. Cada vez que la catástrofe inmediata parece haberse evitado, respiramos con alivio. Pero debemos saber con claridad lo que hacemos, aun si en algún momento cedemos al chantaje para evitar males todavía mayores en el corto plazo.
Antes de responder a las cuestiones técnicas planteadas por el acuerdo con el Fondo debemos poner en cierta perspectiva cuáles fueron los fundamentos reales de la convertibilidad, implantada por ley en un contexto de alta inestabilidad y después de dos brotes hiperinflacionarios. Lo que se nos presentó como solución a esta inestabilidad, y que por eso es aún añorada por muchos, fue, en realidad, una respuesta al acuciante problema de la deuda externa. Por efectos de la ley que fijó el 1 a 1, la relación entre la deuda externa y el PBI bajó artificialmente mediante una apreciación monetaria brutal que modificó formalmente la valoración del PBI dejando inalterada la deuda misma. Los bonos del Estado argentino cotizaban al 10% de su valor nominal y las privatizaciones permitieron capitalizarlos hasta aproximadamente el 60% en términos nominales. Mucho más alta fue la rentabilidad de las empresas privatizadas, adquiridas por debajo de su valor y con marcos regulatorios y leyes que garantizaron una rentabilidad exagerada en la mayoría de los casos (petróleo, gas, comunicaciones, algunas de las inversiones del sector eléctrico).
Cada una de las misiones del FMI que visitaron la Argentina entre 1990 y el 2001 otorgó préstamos que implicaron el acceso a un financiamiento del orden de los 10.000 millones de dólares al año, mucho más que durante los años ochenta. Dio también su aval a la política económica, aun a sabiendas de que el Plan de Convertibilidad debía conducir, en el mediano plazo, a una grave crisis macroeconómica y social. La sobrevaloración de la moneda hacía imposible defender el mercado interno de los productos importados. Entre esta consecuencia y el desempleo no había por lo tanto más que un paso: la decisión de los empresarios de convertirse en importadores. Las pruebas más fehacientes no son sólo las bien probadas correlaciones estadísticas entre la tasa de cambio y el saldo en la balanza comercial, sino también el hecho de que ese saldo durante el 2002 ha sido positivo en más de 16.000 millones de dólares a pesar de una leve caída de las exportaciones respecto de sus niveles previos. Es decir que el grueso de ese saldo se ha debido a la súbita caída de las importaciones. Por otra parte, el nivel de la sobrevaloración de la moneda era evidente, y el default su consecuencia necesaria e inevitable. Las únicas cuestiones relevantes eran cómo y cuándo se produciría, y quién capitanearía la retirada. El dinero prestado por el FMI sirvió así principalmente para tres cosas: 1-proveer las divisas para la remisión de abultadas utilidades de las empresas privatizadas, las AFJP, bancos y otras; 2-financiar las compras de productos importados, generalmente de las propias multinacionales, y 3-financiar una gigantesca corrupción en el aparato estatal. El préstamo real fue lo que quedó de equipamiento importado en empresas y familias; en los dólares-bolsillo de parte de la clase media y en las cuentas en el exterior de algunos funcionarios y empresarios hiperavispados. El resto volvió a su origen, pero para nosotros, los argentinos, quedó como pesada deuda. Al esfumarse entre marzo y noviembre del 2001 el grueso de las reservas, se fue otra parte del préstamo real. Veámoslo con claridad: los únicos dólares reales fueron los de la base monetaria constituida por las reservas. Los dólares que la gente creyó poseer como forma de ahorro, y cuya devolución ahora reclama, nunca existieron.
La relación entre la génesis de la nueva pobreza estructural a partir del 2002 y el Plan de Convertibilidad queda así desenmascarada: si no hubiese existido la formidable sobrevaloración monetaria previa, no hubiese habido una devaluación de tal magnitud.
Esta es por lo tanto la triste historia que el FMI -y no sólo él- quiere hacernos olvidar, con todo su poder de presión. Claro que siempre se puede estar peor. Y todos deseamos olvidar cuanto antes los recuerdos traumáticos. Es natural, no nos gusta sufrir.
Ahora bien, en este contexto, ¿es malo haber llegado a un acuerdo o es bueno?, ¿es un logro real o una mediocridad más? A mi juicio, el acuerdo era tanto o más necesario para el FMI y para Aznar a la cabeza de los intereses del BBVA, Repsol-YPF, Telefónica, Aerolíneas, BAN, etc., como para los demás miembros del G-7, que para el propio gobierno argentino. El acuerdo vuelve a presentar los mismos problemáticos sesgos de siempre, si se trata de encarar nuestra crisis con mayor equidad. Los economistas muchas veces parecen creer que arreglándoles el negocio a las empresas, resolviéndole todo al inversor, el resto también se arregla.
Es un grave error. Por ejemplo, el acuerdo incluye una promesa de mayor flexibilización del requisito de liquidación de exportaciones, lo que en la práctica significa un menor control de la estabilidad cambiaria o un mayor costo para obtenerla. El grueso de las exportaciones proviene aún de sectores de fuerte renta natural (productos agropecuarios, petróleo y gas). Se trata de productos que, como quiera que se los mire, son la riqueza de todos los argentinos, de la que se ha apropiado un grupo concentrado de propiedad extranjera, que, a cambio de ello, cede nada, o muy poco. ¿Hubiese podido formar parte del acuerdo una política coherente de altas retenciones y la obligación de liquidar divisas para saldar la deuda? Si no lo hace, ¿no es un signo evidente de que no les interesa que finalmente podamos cancelar esa deuda?
El gasto público, en un contexto donde los precios de los bienes han subido en promedio entre 40 y 100%, sigue siendo ajustado con criterios minimalistas que golpean el poder adquisitivo de la población y debilitan el ya alicaído mercado interno. El cepo a las provincias es otra constante. Del mismo modo se debe evaluar el rotundo "no" dado al mayor gasto social en salud, educación y políticas de desarrollo. Para "ellos" resulta pecaminoso hablar de un aumento en las retenciones con fines productivos, al tiempo que nos cansamos de oír en los seminarios internacionales las maravillas del apoyo estatal a las pymes en estados modelo como España, Italia y varios de los países nórdicos más prósperos. En los EE. UU. tienen como equivalente el fuerte impulso dado en estos días al Complejo Militar Industrial. Como ya es habitual en los acuerdos con el Fondo, no se hace ninguna referencia explícita a la política industrial, a la articulación del aparato productivo, a la posible sustitución de importaciones y a la creación de cadenas de valor a partir de los sectores exportadores tan favorecidos por la devaluación. La previsión de una ligera apreciación para mejorar las tarifas en dólares, más la promesa de nuevos marcos regulatorios para los servicios sin ninguna referencia a las enormes ganancias de la década pasada y a la ausencia absoluta de inversiones de riesgo minero y comercial, son otra debilidad del acuerdo. En su momento el ministro Lavagna tuvo el valor de decirlo y por ello merece nuestro aplauso; pero veremos qué resulta.
Quizás lo más triste sea observar que se considera todo un logro el que la red de contención social pase de 0,6% a 1,2% del PBI para atender a 1,7 millones de personas, en un país donde ya en el 2000 cerca de 2,6 millones se hallaban por debajo de la línea de indigencia y los pobres eran 10 millones en un total de población de 37 millones. Hoy sabemos cómo crecieron ambas cifras. Sólo en el Gran Buenos Aires el 42,3% de los hogares se hallaba por debajo de la línea de pobreza, con una brecha de ingresos a gastos de casi el 50%.
Lo más grave es esta desidia frente al sufrimiento de tantas familias y esta negativa a hablar abiertamente de redistribución progresiva del ingreso, en un contexto donde la regresividad de las políticas fue lo sustantivo durante más de dos décadas. Se debería comenzar por explicitar los instrumentos y el destino de las políticas tributarias que deberán implementarse, simplemente para devolver a la gente lo que se les extrajo por la fuerza, con el designio y apoyo del Fondo y de buena parte de nuestras clases dirigentes. Pero de estas cosas, ¿está permitido hablar con el FMI y con los del G-7? Parece una ingenuidad, pero es más ingenuo el ignorar que corremos por subirnos a la cola de un tren que va cargado de lastre hacia un enorme precipicio.
Por eso, mientras la sociedad no avance más rápidamente hacia la construcción de un modelo nacional integrado a la comunidad internacional desde su propio proyecto, las mejores negociaciones que se puedan lograr serán como éstas. En cambio, deberíamos iniciar ya mismo el largo camino que conduzca a un reparto más equitativo del fruto del esfuerzo colectivo y de la generosidad de nuestra tierra. Camino que será más largo y más doloroso cuanto más tarde nos demos cuenta de que los que sufren no siempre son los otros.
     
     
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