Viernes 7 de febrero de 2003
 

El encanto irresistible del mal

 

Por James Neilson

  El presidente norteamericano George W. Bush no es el único que prefiera ver todo en blanco y negro, aboliendo no sólo los colores más vivos sino también los distintos matices del gris que a su juicio sólo sirven para sembrar confusión. Igualmente propensas a hacerlo han sido generaciones de pensadores, algunos muy influyentes, que luego de convencerse de que los países europeos y sus vástagos de ultramar habían optado por un orden socioeconómico fundamentalmente perverso, se transformaron en defensores de una variedad alucinante de tiranías. Por representar una presunta "alternativa" a las sociedades burguesas del Occidente, nazis, fascistas, estalinistas, maoístas, polpotistas y, últimamente, medievalistas islámicos han disfrutado del apoyo entusiasta de una pléyade extraordinaria de poetas, filósofos, novelistas y ensayistas, además, claro está, de sus centenares de miles de seguidores. Puede que haya habido un régimen de nuestros tiempos que fuera tan sistemáticamente siniestro que ningún intelectual se sintiera tentado a reivindicarlo o, cuando menos, atribuirlo a la maldad occidental, pero sería muy difícil pensar en uno.
¿Hemos aprendido algo de los horrores del siglo XX, entre ellos la "traición de los intelectuales" supuesta por la indiferencia de los pensadores más venerados del mundo ante los genocidios perpetrados por los enemigos jurados del aburridísimo capitalismo democrático? Muchos suponen que sí. Virtualmente todos los ex nazis y, sin tanto fervor, ex fascistas han abjurado de los credos de su juventud, mientras que los comunistas, ex o no, nos hablan de lo espléndido que habría sido si sus teorías hubieran funcionado tal y como habían esperado, pasando por alto los costos aterradores de sus "experimentos". Nos dice mucho sobre la mentalidad de nuestras élites intelectuales el que nadie, salvo un skinhead, manifestaría nostalgia por Hitler pero que el haber sido un estalinista convencido aún es considerado respetable.
El vacío dejado por la derrota del nazismo y el fracaso del comunismo no tardó en llenarse. Si bien los muchos que en otras épocas se hubieran vestido de camisas pardas, negras o rojas no cuentan con ninguna patria idealizada, con la excepción poco inspiradora en el caso de los últimos de la pequeña isla de Cuba, esto no quiere decir que hayan optado por reconciliarse con el statu quo o por dedicarse a mejorarlo. Por el contrario, siguen atacándolo desde todos los ángulos concebibles, concentrando su fuego en el país que hoy en día lo encarna, Estados Unidos. Como dirían los ayatolás iraníes, el "imperio" es el Gran Satán, la morada del mal absoluto, y en comparación con las barbaridades estructurales y puntuales perpetradas a diario por sus habitantes, lo que hacen los demás carece de importancia.
Por motivos acaso comprensibles, los más comprometidos con esta tesis son aquellos contestatarios norteamericanos que se sienten obligados a exculparse por el pecado original de ser hijos del diablo anatematizándolo con vehemencia inigualable. Las feministas norteamericanas más prestigiosas y académicamente poderosas tratan a los vestigios machistas que se ven en su propio país, sobre todo en ciertos clubes de golf, como crímenes de lesa humanidad monstruosos, mientras que minimizan por anecdóticas las penurias de sus "hermanas" del mundo musulmán. Para justificar su actitud, subrayan su condición de "multiculturalistas" que a diferencia de los reaccionarios saben que todas las culturas son iguales y que por lo tanto es incorrecto criticar las costumbres ajenas por ser incompatibles con el respeto por los derechos humanos más básicos. También los hay que, indignados por la estafa cometida por la empresa Enron, hablan como si creyeran que mostraba que el capitalismo norteamericano era irremediablemente peor que cualquier otro esquema. En cuanto a la "guerra contra el terror", se le oponen por entender que si no fuera por Estados Unidos no habría terroristas o "combatientes" en ninguna parte, ergo -en opinión de algunos-, la destrucción de las Torres Gemelas neoyorquinas por islámicos suicidas con la muerte de miles de norteamericanos fue un acto discutible sólo porque entre las víctimas se encontraban muchas que no habían votado por Bush. Según el lingüista teórico Noam Chomsky, estudioso que es mejor conocido por sus diatribas contra "el estado terrorista norteamericano" que por su notable trabajo profesional, nada repugnante sucede en el mundo sin que se haya debido a la malevolencia de Estados Unidos.
A su modo, estos "militantes" que con cierta frecuencia logran convocar a decenas de miles de partidarios para manifestar en favor de "la paz" tras banderas decoradas con los retratos de pacifistas archiconocidos como Lenin, Stalin, Ho Chi Minh, Fidel Castro, Yasser Arafat y el "Che" Guevara -parecería que Saddam Hussein aún no se ha visto incluido en el registro de honor de los buenos- son supernacionalistas norteamericanos. Están tan convencidos de la supremacía universal de su propia nación, que dan por descontado que todos los demás son meros apéndices poblados por individuos tan patéticos que ni siquiera son capaces de ser malos sin la ayuda de un asesor estadounidense. Sospechan que todo cuanto ocurre en el planeta tendrá que ser el resultado, aunque sólo fuera indirecto, del accionar de la camarilla de conspiradores todopoderosos que tiene su cuartel general -mejor dicho, su búnker-, en Washington o Nueva York, de suerte que se han convertido en expertos consumados en vincular las desgracias musulmanas, coreanas, sudamericanas y africanas con las maniobras emprendidas por los capitalistas y políticos estadounidenses.
Fronteras afuera, las lucubraciones de los norteamericanos antinorteamericanos venden bien porque sirven para confirmar los planteos de los muchos que, por motivos a menudo muy respetables, se sienten incómodos frente al poder casi omnímodo de un "imperio" con pretensiones universales que se basa en la exaltación de los valores y los gustos del hombre común. Por un lado contribuyen a brindar una impresión de debilidad, de blandura, alentando así a dictadores como Saddam y Kim Il Jong o jefes terroristas como Osama ben Laden a subestimar la capacidad militar de Estados Unidos y por lo tanto aumentando el riesgo de guerras atrozmente destructivas, y por el otro intensifican el proceso de "globalización", o sea, "norteamericanización", que según ellos mismos quisieran frenar al dar a los críticos y enemigos de su país un lugar en la interna estadounidense. En efecto, rebeldes inconfundiblemente norteamericanos pueden encontrarse no sólo en las filas de Al Qaeda, sino también en todas las grandes manifestaciones de protesta contra la influencia excesiva de Estados Unidos que se organizan en Europa, América Latina, Asia y Africa. De este modo, el "imperio" se las arregla para ser a un tiempo victimario y víctima, proeza ésta que acaso hubieran envidiado los líderes de antecesores como el británico, francés, español, árabe, chino, romano y heleno.
Si Estados Unidos es el mal absoluto, todos los demás países son menos malos, lo que, desde el punto de vista de quienes se enorgullecen de su voluntad de pasar por alto sutilezas inconsecuentes, supone que, si exceptuamos a los aliados más íntimos del mal, el Reino Unido e Israel, en el fondo son buenos. No sorprende, pues, que la satanización de Estados Unidos haya estimulado una ola creciente de antisemitismo: todas las cruzadas contra el capitalismo democrático se han visto acompañadas por pogromos. Por algún motivo, abundan los que suponen que los judíos son genéticamente subversivos bolcheviques, neoliberales o una extraña combinación de los dos.
En círculos progresistas norteamericanos y europeos está poniéndose de moda organizar boicots contra los académicos israelíes, por izquierdistas que fueran, so pretexto de que hay que solidarizarse con los palestinos. En principio, oponerse a las medidas tomadas por el gobierno de Ariel Sharon no es necesariamente antisemita, pero llama la atención que nadie se haya propuesto boicotear a los académicos rusos, turcos, chinos, sirios, iraquíes, sauditas, indonesios y así, interminablemente, por el estilo aunque la forma elegida por sus respectivos gobernantes para tratar a sus enemigos es decididamente más robusta que la empleada por los israelíes. Si los palestinos se enfrentaran con otros árabes -como los jordanos-, no con judíos, su causa no interesaría a nadie. Asimismo, si Israel no fuera aliado del Gran Satán norteamericano, seguiría contando con el respaldo de casi todos los progresistas del mundo, como era el caso en sus primeros años de existencia cuando dependía de la ayuda militar de los países del bloque soviético.
     
     
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