Jueves 6 de febrero de 2003
 

Personalismo y democracia real en las provincias

 

Por Gabriel Rafart

  Una verdadera soberbia de estima en la personalidad de gran parte de nuestra dirigencia política está poniendo en riesgo el desempeño de la democracia como cultura que se asienta en ciudadanos autónomos y libres. La conducción política de nuestras provincias parece hoy bordear un modelo de ejercicio del poder afincado en conductas megalómanas y excluyentes.
Esta dirigencia está muy lejos de practicar una democracia que tal cual su recorrido histórico se la estime como un avance para transformar conductas, culturas e instituciones políticas. Sabido es que hacia fines del siglo XIX las nacientes democracias de masas supieron entenderse con liderazgos personalizados. Simultáneamente nuevas estructuras -los partidos políticos- pudieron comprender tanto la lógica burocrática de las organizaciones del moderno Estado-nación como la emergencia de sólidas figuras carismáticas. Las elecciones periódicas cumplían dos misiones: competitivas, para elegir líderes y plebiscitarias a modo de votos de confianza o de repudio por esos hombres que eran expuestos como nuevos dioses. Un proceso gradualista de institucionalización estaba en marcha. El escenario europeo de posguerra consagra dicho proceso.
A lo largo del siglo XX los inestables regímenes presidencialistas latinoamericanos le pusieron una nota de color a la relación entre liderazgos e institucionalización bajo los movimientos nacionales y populares. Estos basaron gran parte de su originalidad en la capacidad de imponentes personalidades por interpelar desde su carisma a una ciudadanía en construcción. Liderazgos personalizados, control ideológico y un uso administrado de la violencia se correspondían adecuadamente con la provisión de bienes materiales y simbólicos a una población que aspiraba a revisar la injusta e inequitativa distribución de riquezas. A pesar de que el proceso de institucionalización de la vida política y estatal no había alcanzado una racionalidad precisa, sus perspectivas no eran tan sombrías. Esa configuración entró en crisis con la última oleada de dictaduras, dejando paso a nuevos estilos y culturas. Fueron tiempos recientes y efímeros en los que se regresó al molde del partido como líder colectivo, sin despreciar la emergencia de una nueva personalización del poder. La democracia de partidos de los ochenta parecía haber hallado su lugar. Esos tiempos duraron poco y los noventa despreciaron a los partidos y pusieron a hombres casi providenciales en el centro de la escena del poder. Los contextos de crisis económicas y la poca convicción institucionalista en nuestros países no lograron inhibir la emergencia de figuras que se alimentaban desde un novedoso culto a la personalidad. Menem fue el mejor exponente de esta fórmula. El estilo y ritual político imperante hizo pedagogía erosionando el formato republicano de nuestra Constitución, expandiéndolo al resto de cada unidad provincial.
En estos días el carácter delegativo de la conducción de los asuntos políticos en las provincias parece haber aprendido mucho de ese expediente. Algunos líderes provinciales ocupando el centro del poder se han permitido un dominio casi caricaturesco de sus sociedades, haciéndose nombrar "protectores ilustres" o llevando sus esfinges a los sellos postales. Al asumir estos gobernadores que han sido elegidos para gobernar como ellos y sus allegados lo creen conveniente, aceptando sólo la limitación constitucional que hace al término fijo de su mandato, avanzan sobre la independencia de la estructura judicial y en particular intentan un firme control de las voces y las palabras que informan sobre sus políticas. También las legislaturas carecen de sentido por fallar en el decisionismo del Ejecutivo y la prensa independiente siempre es proclive a las conspiraciones. Esta fórmula es explotada al máximo cuando se tiene la oportunidad de brindar a la sociedad un carisma "natural" y en cuanto éste es insuficiente se lo "inventa" con los recursos siempre extensos de la maquinaria estatal. Ello conlleva a explorar y alimentar un personalismo próximo a una lógica megalómana de la apreciación del poder que se ejerce.
La historia reciente de la administración del gobierno neuquino parece informarnos suficientemente de esta experiencia. Un extremo individualismo se constituye desde el Poder Ejecutivo de la provincia. Todas las iniciativas convergen y se centralizan desde el titular de la gobernación, que es además líder del partido gobernante. Su manera de comunicar los hechos políticos lo tienen siempre en el centro de la escena. Sólo basta con observar los "micros" televisivos producidos por la gobernación neuquina donde se muestra al titular del Ejecutivo provincial como hacedor exclusivo de todo tipo de hecho social, cultural o económico, como la entrega de subsidios a productores, la inauguración de un galpón de empaque, el anuncio de la construcción de un casino por parte de un grupo empresario internacional, la reunión con un alumno premiado en justa emulación educativa, etc.
La expansiva onda televisiva lo expone no sólo desde una cuidada imagen, sino bajo sus limitados discursos con pretendidas dotes de estadista. Todo se hace desde una inflación de palabras, sentidos y humores políticos. Los propósitos siempre son de corto plazo: ganar una nueva elección, afrontar cargos de supuestos actos de corrupción, aplastar a su oposición interna y externa.
Ninguno de esos propósitos apunta a una mayor institucionalización de las estructuras de poder afinando los objetivos plebiscitarios de un modelo de ejercicio del poder que desde la experiencia de Menem, Fujimori o Collor de Mello fue conceptualizado como democracias delegativas.
Los efectos de este modelo son de alto riesgo para la institucionalidad del poder político. Es que la centralización personalizada del poder tensiona a la sociedad y a las instituciones en un juego de suma cero. Es cierto que este modelo tiene sabor a patrimonialismo o caudillismo de viejo cuño. Pero ha sido rebozado con un clientelismo y la profundización de un sentido de vulnerabilidad especialmente para aquella parte de la sociedad desprovista de trabajo que es dependiente de las políticas públicas. Porque hace a consolidar redes no democráticas de poder marcadas por influencias, deferencias y patronazgos. El estilo delegativo revestido de un fuerte personalismo con variaciones megalómanas de nuestros gobiernos provinciales hacen a una fórmula peligrosa para pensar una democracia diferente de la realmente existente.

Profesor de Derecho Político II - UNC.
     
     
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