Lunes 3 de febrero de 2003
 

Nosotros y la tecnología

 

Por Tomás Buch

  Fue Christian Ferrer no lo dude: no se trata solamente de un debate abstracto sobre la técnica, ni sobre enclaves, sino sobre la historia de nuestro país y de sus frustraciones. Una historia que comienza en plena Revolución Industrial y que lleva su marca indeleble. La historia argentina empieza cuando la globalización bajo la égida de Occidente adquiere el tremendo impulso capitalista, y cuando las riquezas de Potosí se habían agotado sin dejar más rastros que la miseria, tanto en Sudamérica como en España.
En ese momento, en que las naciones capitalistas más avanzadas desarrollaban su protegida industria sobre la base del sufrimiento, no sólo de los habitantes de los países sojuzgados, sino del de su propio proletariado, los estancieros argentinos y sus socios, los comerciantes ingleses aceptaron un papel como proveedores internacionales de alimentos que permitió al país crecer, aunque sólo dentro de los límites de la Pampa Húmeda y de la división internacional del trabajo. Con las riquezas ganadas durante esa etapa, que terminó hacia 1930 después de superar varias crisis, la Argentina hubiese podido transformarse en una potencia industrial, pero no lo hizo. En los años 1930 construía aviones, pero en los 50 dejó de hacerlo. Desarrolló una respetable estructura universitaria, algunas habilidades técnicas y una industria que era poco competitiva, pero que, a pesar de todo, conservó ciertos enclaves de eficiencia. Como la estructura productiva que más tarde le dejaron las sucesivas políticas económicas malamente impuestas no es suficiente para alimentar a toda su población, es necesario hacer el esfuerzo de hacerla crecer, empezando por no destruir lo poco que nos queda. Este es, en breves líneas, mi argumento central en este debate, aunque CF parece haber entendido otra cosa. Sería bueno, por otra parte, que no rebaje el nivel mediante comparaciones odiosas, ni afirmar que yo propugno la "extraterritorialidad" de los enclaves que me atrevo a defender. Si lo que hacemos es debatir honestamente, ¡empecemos por no desvalorizar al adversario y a no tergiversar su pensamiento!
Creo que estamos de acuerdo con Christian Ferrer en muchas cosas, aunque no coincido con su visión un tanto decimonónica de la ciencia y de la tecnología. Seguramente ambos disfrutamos del arte, de la buena música y de una charla sobre filosofía durante una hermosa puesta de sol sobre el lago, y que una estructura productiva básica que dé de comer a todos los argentinos no agota nuestros anhelos. También nos preocupa la dignidad humana, mancillada en nuestro país por las torturas, por el hambre y por la exclusión social. Pero ocurre que esa estructura productiva básica, aun aquella que no nos basta, ni siquiera existe en la Argentina: hay que construirla, para que no haya más hambre. Y para ello, ya no bastan las mieses ni las vacas, ni siquiera el petróleo ni la soja transgénica, que no generan fuentes de trabajo: hay que poseer una industria que produzca valor agregado. Y eso se hace desarrollando y aplicando tecnologías avanzadas. Pero, por supuesto, el tema general de la tecnología es mucho más vasto, como lo es el tema de la explotación del hombre y de la naturaleza por la codicia, tal vez atávicamente implantada en nuestros genes o implícita en nuestras costumbres. Por otra parte, es erróneo confundir con algo parecido a una conciencia ambientalista, la hipocresía o la ceguera ética de los estetas y filósofos griegos que podían teorizar sobre "las ideas de armonía, cautela y equilibrio que regían en la antigüedad las relaciones entre tiempo, naturaleza y cultura" como lo expresa bellamente CF, mientras la enorme mayoría de la población estaba formada por los esclavos, los campesinos y los artesanos que trabajaban para ellos, en las minas y en los campos, los que carecían de derechos y para nada entraban en sus filosofías, que generalmente desdeñaban ocuparse de la "techné".
Los medios técnicos de los antiguos, sin embargo, eran modestos. Los humanos eran frágiles, la densidad de la población era baja, las herramientas, débiles, y el medio ambiente, hostil, enorme y desconocido. Del Dios judeocristiano recibieron el mandato de dominar la naturaleza, de modo que, no bien lo pudieron, trataron de hacerlo. Fue la Revolución Industrial, de la mano del capitalismo triunfante, la que nos dio la capacidad de afectar los ecosistemas en gran escala. También generó los sistemas sanitarios que aumentaron la esperanza de vida e hizo que aumentara la densidad de población y, con ella, los conflictos regionales así como la eficacia de los medios para dirimirlos. Pero el sistema capitalista se basa en el interés privado, y no en la protección de los bienes comunes; y el socialismo "real" se creía omnipotente frente a la naturaleza. Por lo tanto dejamos avanzar el deterioro hasta que su misma evidencia lo hizo ineludible. La diferencia entre el manejo ambiental futuro y el de otras épocas estriba en que ahora, por suerte, gracias a la ciencia de la ecología -y en buena medida gracias a los ambientalistas, a pesar del detestable fanatismo de algunos de ellos- hemos adquirido cierta conciencia acerca de la finitud de los ecosistemas, lo cual es un concepto relativo a nuestra capacidad de modificarlos. Desde entonces, por lo menos existe una lucha entre el avance de la contaminación ambiental y los intentos de controlarla. Es muy probable y altamente deseable que la legislación sobre su control se haga cada vez más estricta, tal vez tan estricta como lo es actualmente la que rige el manejo de las sustancias radiactivas.
Ahora, vayamos al tema de lo que, un tanto hipócritamente, se denomina "uso dual" de la tecnología nuclear. No me ocuparé mayormente de repetir que toda tecnología es potencialmente de uso dual, porque eso suena a apología a pesar de ser absolutamente cierto. Sin ir más lejos, en ciudades como Dresde, en los bombardeos puramente "convencionales" con explosivos y materiales inflamables puramente químicos, murió más gente que en los bombardeos atómicos de Japón, sin que un caso sirva de excusa al otro. Pero es un hecho que la energía nuclear se reveló al mundo de la peor manera posible, y eso es una lacra insoslayable. Al margen de los resquemores éticos de Einstein y Szilard, que CF desvaloriza tanto con su ironía, no hubo ni hay justificación alguna para el uso efectivo del arma nuclear. Esa afirmación tampoco es gratuita ni ingenua, en un momento histórico de tanto peligro como el que estamos viviendo justo en estos días. Tampoco se trata de invocar el juicio de la historia para justificar los crímenes de hoy: eso ya lo hicieron nuestros genocidas. Hacer la evaluación de las tecnologías a través del peor uso que se ha hecho de ellas denota un prejuicio tecnofóbico. Pero juzgarlas a través de los accidentes que producen es una idea cara a los tecnólogos preocupados por la temática del riesgo. Cuando lo hacen, sin embargo, no toman en cuenta únicamente el accidente más grave de todos los que hayan ocurrido o que puedan ocurrir. La industria química no se descarta porque haya habido un Bhopal, ni las autopistas por aquel choque múltiple en medio de la niebla, en que murieron 200 personas. El riesgo es inherente a la vida, y su evaluación forma parte de todo estudio tecnológico serio; lo cual, es cierto, no consuela a los deudos de las víctimas; tampoco los transforma en meros datos estadísticos, a pesar de que las "frías" estadísticas son una gran ayuda para entender a las poblaciones numerosas. En otros tiempos, los riesgos eran otros que los de ahora. De todos modos, gracias a diversas tecnologías (sí: también la nuclear, que permite diagnosticar y tratar el cáncer) la esperanza de vida aumentó en muchos años en todas partes, a pesar de que la gente se siga muriendo. Cosa que se expresa en estadísticas, a pesar de las lágrimas vertidas en cada caso individual. En cuanto a la misión de la ciencia y la de la técnica, creo importante separar a esta presunta pareja de gemelos siameses. La primera misión de la ciencia consistió en "abrir mundos" -y ¡vaya que los abrió!- y contribuir a la autocomprensión humana, como tan bien lo expresa CF. No creo, en cambio, que entre sus funciones esté la de "dar amparo al persistente sufrimiento de la humanidad", tarea que tradicionalmente correspondió a la religión. La ciencia, con su visión de un Universo absolutamente inhumano y de una vida debida al azar, no ofrece el mejor consuelo para los sufrientes y requiere una fuerza moral mucho mayor que la que conduce a algunos a inmolarse para recibir un premio en el más allá. Pero esa visión de la ciencia es un tanto idílica y romántica y, nos guste o no, está bastante desactualizada. En el último siglo la ciencia entró en un matrimonio de conveniencia con la tecnología, cuya tarea siempre fue la de generar objetos tecnológicos, entre ellos los artefactos que CF tiende a desdeñar aunque seguramente usa muchos de ellos. Para ello, lo que siempre hizo la humanidad, fuese con la ciencia o sin ella, pocas veces se subordinó a "consideraciones de orden moral y ético y también político, más que a las comerciales". Ojalá viviésemos en un mundo en que las decisiones, sean tecnológicas o políticas o de cualquier otra índole, se subordinen a tales consideraciones. La cosa es más bien la contraria: en cuanto a la política, es habitual que se subordine a las consideraciones comerciales. Lo cual es sumamente deplorable, pero ocurre que hay realidades: el país tiene cerca de cuarenta millones de habitantes y si bien produce suficiente para alimentar a trescientos, hay veinte que están en la pobreza y muchos se mueren de hambre, sin eufemismos. ¿Es ésta una ecuación tecnológica? Por supuesto que no: pero las decisiones tecnológicas tienen que tener en cuenta las duras realidades, las sociales, las políticas y las económicas, locales e internacionales, además de las consideraciones éticas. No es necesariamente el caso de las conferencias de los catedráticos.
"La abundancia de artefactos tecnológicos no puede reemplazar a la imprescindible reflexión sobre el destino de un país desarticulado", dice CF, y yo lo aplaudo, y agrego: sobre todo si todos esos artefactos son importados. En cuanto al papel de la universidad, su papel, por cierto, ha ido evolucionando desde sus albores escolásticos precapitalistas, que al parecer CF reivindica, a ser una fuente de conocimientos no sólo teóricos sino tecnológicos: hasta si éstos, a veces, "se ensamblan a las necesidades productivas del sector privado". Algunos académicos parecen creer que la provisión de conocimientos tecnológicos al sector industrial es una especie de estafa contra la nación que financia a la universidad. En cambio, me parece que sería muy interesante debatir si acaso la universidad no debería hacer más por suplir al sector productivo de tecnologías aplicables en beneficio de la riqueza del país, además de ser la fuente del saber en que abrevan los profesionales de todas las especialidades. CF no debe limitar el necesario debate sobre la tecnología en un país mal desarrollado; no debe reducirse a una crítica de su único sector exitoso, y después afirmar, casi como coartada, que no se está en contra de que la Argentina exporte aviones, cosa que no sabe hacer. ¿Pero sí, reactores nucleares, cosa que sí sabe hacer?
     
     
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