Sábado 1 de febrero de 2003
 

Un asunto de orden práctico

 

Por Jorge Gadano

  Don Felipe Sapag, consultado sobre la decisión del gobierno neuquino de privar de su goteo publicitario a este diario, recordó que siendo él gobernador tuvo el propósito de hacerlo, aunque finalmente desistió porque -juzgó- una decisión de esa naturaleza la traería más perjuicios que ventajas.
Dejó así planteada una aparente contradicción entre acendrados principios republicanos -lo son la vigencia de las libertades de expresión y de prensa que las constituciones de la modernidad resguardan- y la necesidad de callar a un diario independiente y crítico. La conclusión sería la de que optó por mantener la asignación publicitaria al medio no tanto por vocación republicana, como porque le convenía más. Como quiera que haya sido, lo cierto es que hizo lo correcto.
La contradicción es, no obstante, sólo aparente. El Estado democrático y republicano no desgarra la historia y acaba con los regímenes absolutistas sólo porque a Montesquieu se le ocurrió, para mejorar la imagen del monarca, que era mejor privarlo de la facultad exclusiva de disponer de la libertad de sus súbditos mediante la expedición de las "lettres de cachet", asignándosela a un poder independiente.
La preservación de la libertad individual y de las libertades públicas, las garantías a la propiedad, la defensa de los derechos humanos, el respeto a la voluntad de las mayorías no nacieron de un capricho roussoniano, sino de la necesidad de establecer un sistema de convivencia que estuviera en condiciones de sustituir al despotismo en retirada. Basado en principios, se trataba igualmente de un asunto práctico. Era eso, o el caos.
El tránsito hacia el Estado democrático moderno no fue, sin embargo, pacífico y ordenado. El nazifascismo exhibió, en el siglo pasado, la más expresiva muestra de los monstruos que se esconden en el alma de los humanos. Y aún hoy, en algunos de los estados que imaginó George Orwell sobrevive el espíritu asiático. También, por cierto, en provincias de aquí y de allá gobernadas por personas de pocas luces y un desmedido amor al poder.
Es seguro que en la República Democrática Popular de Corea -más conocida como Corea Comunista o Corea del Norte-, donde por esos azares del destino la máxima jerarquía cayó en manos del hijo de Kim Il Sung, el fundador, existe una fachada de tres poderes, como también que de hecho esos tres poderes se deben concentrar en uno solo, el del tirano. Debió ser así también en Uganda bajo Idi Amin, y lo fue en Dominicana bajo la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo.
Hay, por cierto, muchos ejemplos más. En este país ciertos gobernantes como el salteño Romero, Rodríguez Saá o en sus buenos tiempos los Saadi de Catamarca y los Romero Feris correntinos, se han plantado como tiranuelos que traen a la actualidad la memoria de los caudillejos que pelearon contra la organización nacional. No son mandatarios sino mandones, y como tales no ven, entre quienes los eligieron, a ciudadanos sino a súbditos de sus pequeños imperios.
Caídos algunos, sobrevivientes otros, lo cierto es que todos mandaron durante muchos años, gracias a que el retraso de sus provincias y la consiguiente marginación de muchos de sus habitantes les posibilitaron afianzar maquinarias de ganar elecciones invulnerables a la corrupción y al clamor de los pobres.
Es posible, por lo tanto, que en esos feudos se pueda someter a la prensa. El ahogo publicitario es el primer paso, y si no da resultado hay otros. Existen ejemplos de cómo se puede "trabar" un aparato de distribución, o de intimidar a periodistas perseverantes. Son casos esos en los cuales el pragmatismo choca contra los principios.
Por estos lares, donde la historia no la hicieron los conquistadores españoles de la cruz y la espada, sino los inmigrantes del siglo XX, es mejor atender a los principios por más pragmático que uno quiera ser. Dicho de otra manera: si no se los quiere por razones culturales, habría que atenderlos por motivos de orden práctico.
Aunque no existe un acto jurídico del poder que así lo exprese, parece ser que el gobernador Sobisch decidió concretar aquel propósito que su antecesor -y, durante no pocos años, maestro- consideró inconveniente. En rigor de verdad, el gobierno actual ha descubierto que todos los que le antecedieron desde que la provincia se constituyó, civiles o militares -Sapag, Rosauer, Salvatori, Martínez Waldner, Trimarco, y el mismo Sobisch en su primer mandato- erraron al darle publicidad a un diario que se imprime en una provincia vecina. Un problema que sólo se podría resolver cuando Sobisch consiga que su proyecto de hacer de la Patagonia una única provincia se concrete.
El caso es que, a la luz de los resultados, da la impresión de que el pragmatismo no llevará al gobierno a un final feliz. Por razones varias, entre ellas, y la más importante, es que quien debiera ser el segundo al mando -que no lo es- no está de acuerdo. Ha dicho que no se lo reconoce como vicegobernador lo que, a nuestro modesto entender, no parece un reclamo plausible, porque el vice, como tal, no es más que un suplente. Adquiere entidad y peso dentro de la estructura del poder como presidente de la Legislatura, el primer poder del Estado en el orden constitucional. Desde ese cargo puede -debe- cuidar que se cumpla la norma del artículo 29 de la Constitución nacional: "El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria".
El final de la norma, algo dramático, se explica por el momento histórico, ya que sólo un par de años antes había caído la dictadura rosista. Pero se explica a la vez porque una legislatura, la de la provincia de Buenos Aires, había concedido al gobernador Juan Manuel de Rosas poderes excesivos que legalizaron la tiranía.
     
     
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