Martes 25 de febrero de 2003
 

Tendencias peligrosas

 
  Para sorpresa de nadie, el presidente Eduardo Duhalde ha asegurado que pase lo que pasare "la Argentina no va a participar de la guerra de ninguna manera", o sea que a diferencia de lo que sucedió en 1991 no tratará de complacer al gobierno norteamericano figurando como un miembro más de la coalición contraria a Saddam Hussein. Dadas las circunstancias, se trata de una actitud muy comprensible: por lo pronto, ningún gobierno argentino podría darse el lujo de intentar cumplir un papel simbólico, si bien relevante, en el drama que está desarrollándose. Además de entender que el país está en medio de una crisis económica devastadora y que ostenta el índice más alto de antinorteamericanismo de toda América Latina, Duhalde habrá tomado nota de la experiencia de sus homólogos europeos Tony Blair, José María Aznar y Silvio Berlusconi, mandatarios cuya solidaridad con Estados Unidos les ha supuesto costos políticos sumamente elevados. De resultar ser una marcha triunfal con bajas civiles mínimas la prevista ofensiva contra Irak, dichos dirigentes podrían recuperar su popularidad con rapidez, pero si no es así podrían verse desplazados por sus muchos rivales que, huelga decirlo, estarán más que dispuestos a aprovechar la oportunidad que se les haya brindado.
La oposición de amplios sectores, algunos respetables, otros no tanto, a la guerra -según parece, a cualquier guerra-, plantea una serie de dilemas a todos los líderes democráticos, muchos de los cuales cuentan con información procedente de los servicios de inteligencia que por diversos motivos no pueden divulgar y que, además, están obligados a tomar decisiones que ya podrían evitar catástrofes, ya podrían provocarlas. Puesto que hoy en día es normal que la ciudadanía no confíe en las palabras de "los políticos", los resueltos a desacreditarlos siempre corren con ventaja: las tesis de un actor de cine que apenas se ha dado el trabajo de prestar atención a un asunto podrían pesar tanto como aquellas que se han dedicado durante décadas a estudiarlo. Asimismo, la negativa a reconocer que no todos los gobernantes piensan como demócratas occidentales ha creado una situación en la que a juicio de muchos lo que dice Saddam Hussein vale lo mismo que las afirmaciones de los presidentes y primeros ministros de países comprometidos con el Estado de derecho. Estarán en lo cierto aquellos dirigentes que atribuyen el auge del "movimiento por la paz" a su propia incapacidad para explicar lo que está en juego, pero, como sabemos, la mera alusión a lo difícil que es comunicarse con la gente puede ser considerada una confesión del fracaso propio.
Fuera de Estados Unidos, la conciencia generalizada de que en última instancia la superpotencia actuará como "gendarme internacional" ha supuesto entre otras cosas que todos los desafíos planteados por dictaduras auténticamente peligrosas terminarán transformándose en conflictos bilaterales entre Washington y el contrincante de turno. Aunque por ahora las ambiciones iraquíes amenazan más a Europa que a Estados Unidos, nadie duda de que los protagonistas son George W. Bush y Saddam, mientras que la crisis provocada por la belicosidad furibunda del norcoreano Kim Jong Il es también vista como un duelo, no como un problema en el que están inextricablemente involucrados Corea del Sur, el Japón, Rusia y China, países que sí tienen motivos de sobra para sentirse angustiados. Por la misma razón, en América Latina el terrorismo colombiano ya se ha convertido en otro problema para los norteamericanos, de suerte que los países de la región han podido adoptar una postura pasiva, cuando no crítica. Así, pues, en casi todos los países del planeta, sin excluir la Argentina, son muchísimos los propensos a simpatizar con tiranos sanguinarios como Saddam Hussein, Kim Jong Il y sus equivalentes no tanto por querer que sus métodos brutales se hagan universales, cuanto por su hostilidad contra el país rector del momento, realidad que en los años próximos podría tener consecuencias tan desagradables para nuestro futuro común como las que fueron ocasionadas por la popularidad en muchos círculos contestatarios de los desafiantes de la década de los treinta -Hitler, Mussolini, Stalin y los imperialistas nipones- en los años siguientes.
     
     
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