Lunes 24 de febrero de 2003
 

Un país poco corrupto...

 
  Parecería que todas aquellas organizaciones como Transparencia Internacional que regularmente ubican a la Argentina entre los países más corruptos del mundo se han equivocado por completo: en el curso de tres años de labor incesante en los que investigó centenares de denuncias, la Oficina Anticorrupción establecida por el entonces presidente Fernando de la Rúa sólo encontró un caso que consideró lo bastante escandaloso como para merecer un juicio, pero puesto que el acusado fue absuelto sobre la base de un tecnicismo, quedó claro que no se trataba de nada grave: según se informa, había "solicitado" dinero a cambio de un favor, lo que, desde luego, no es lo mismo que "exigirlo". En otras palabras, si nos limitamos al contenido del informe anual de gestión de 2002 que acaba de difundir la Oficina Anticorrupción, una repartición presidencial que fue copiada de un original norteamericano, los rumores en torno de la corrupción galopante en la Argentina han sido absurdamente exagerados: lejos de estar a la par del Paraguay, en este ámbito por lo menos se asemejaría más a Finlandia, Singapur y Nueva Zelanda.
Pues bien: existen varias posibilidades. Una, que puede descartarse, sería que a pesar de su imagen lamentable la Argentina no es un país en el que muchos puestos administrativos estén ocupados por corruptos. Otra, que parece más verosímil, es que aquí la Justicia avanza a un ritmo tan extraordinariamente lento que habrá de transcurrir más de tres años antes de que pueda encargarse plenamente de todas las causas pendientes, como las vinculadas con Víctor Alderete y el cuñado de Graciela Fernández Meijide, Angel Tognetto, que en su momento motivaron escándalos públicos. En efecto, el vocero de la OA opinó que cuando de hacer frente al desafío planteado por la corrupción se trata, tanto el Poder Judicial como el Legislativo están en mora. Una tercera posibilidad es que por formar parte del poder, los funcionarios de la OA no han tenido demasiado interés en atrapar corruptos: una eventualidad que muchos encontrarán más que probable a la luz de la importancia para nuestros políticos de "la lealtad" y el odio sin duda sincero que muchos sienten por los "buchones" que se resisten a respetar sus "códigos". También puede ser que, como tantas otras reparticiones burocráticas, la OA no sirve para mucho: por cierto, a juzgar por los resultados concretos de sus esfuerzos, los beneficios arrojados por los recursos presuntamente valiosos que se invirtieron en este frente de "la lucha contra la corrupción" han sido magros, lo que significaría que la creación de la unidad especial debería incluirse en la lista cada vez más larga de las iniciativas gubernamentales contraproducentes que fueron emprendidas en los años últimos.
Conforme al ex fiscal de control administrativo José Massoni, el que junto con el director de Planificación de Políticas y Transparencia, Nicolás Raigorodsky, presentó el informe, la discrepancia entre los resultados de las investigaciones emprendidas por la OA y lo que podría llamarse la sensación térmica se debe a que en la actualidad los funcionarios "se cuidan más", lo que bien puede ser cierto, aunque la mayor cautela de los tentados a aprovechar su función en beneficio propio habrá tenido más que ver con la vigilancia ejercida por los medios de comunicación, que al temor a ser detectados por un agente oficial. Es que tanto en la Argentina como en otros países el curso de la "lucha contra la corrupción" se verá determinado por la actitud de la ciudadanía. De difundirse la convicción de que el electorado no vacilará en castigar a los corruptos por atractiva que sea su personalidad o sus propuestas, los políticos entenderán que los costos de brindar la impresión de solidarizarse con delincuentes les serán intolerablemente altos. Sin embargo, aunque en los años últimos se ha intensificado la conciencia de que la corrupción constituye un veneno fatal para la sociedad, es innegable que en amplios sectores "la lealtad" sigue pesando decididamente más que la preocupación por la presunta honestidad de los políticos y de los miembros de sus respectivos entornos, razón por la cual no sorprendería que en los años próximos la OA, o su equivalente, investigara muchísimos casos sin que ningún acusado sea sentenciado.
     
     
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