Jueves 20 de febrero de 2003
 

Aquella deuda

 
  Durante todo el año pasado, muchos se las ingeniaron para olvidarse de la deuda externa, como si el asunto hubiera sido solucionado gracias al default que se declaró en el curso de la gestión fugaz de Adolfo Rodríguez Saá, pero no existen motivos para suponer que los acreedores estén dispuestos a despedirse tan fácilmente de la esperanza de recuperar el dinero que invirtieron en el país. Aunque la mayoría, preocupada por el colapso espectacular de un país que había creído solvente y por la negativa de su gobierno a alcanzar cualquier acuerdo con el FMI, ha hecho gala de un grado imprevisto de paciencia, algunos, alentados tanto por la firma de un convenio limitado con el Fondo como por las señales de que está iniciándose una tibia recuperación, están amagando con emprender una ofensiva muy fuerte en los tribunales de Estados Unidos y la Unión Europea, eventualidad que el gobierno de Eduardo Duhalde se ha propuesto enfrentar mediante una renegociación que, cree, le permitirá reducir por dos tercios el monto global de los bonos que, se estima, se aproxima a los 60.000 millones de dólares.
Esta aspiración, compartida por el grueso de la clase política, no resultaría inalcanzable si en el "Primer Mundo" se consolidara la convicción de que por ser tan mediocres las perspectivas frente al país sería poco sensato exigirle mucho. O sea, que la Argentina se vea incluida en la lista de países, casi todos africanos, que son considerados tan pobres y atrasados que su futuro dependerá en buena medida de la caridad internacional. En tal caso, sería razonable desde el punto de vista de los acreedores cortar por lo sano, resignándose a recibir en una fecha aún no decidida una parte no muy grande -el treinta por ciento, digamos-, del dinero que habían invertido cuando se daba por descontado que la Argentina era un "mercado emergente" sumamente promisorio. En cambio, de suponer los acreedores que a pesar de su brutalidad la crisis actual es meramente coyuntural y que, para citar al presidente interino, la Argentina "está condenada al éxito", les convendría negarse a aceptar quita alguna, conformándose con que el gobierno demore el pago de la deuda varios años hasta que "el éxito" vaticinado finalmente asuma una forma concreta.
La clase política, pues, se ve ante un dilema. Por un lado, quisiera hacerle pensar al resto del mundo que el caso argentino no tiene remedio para que los acreedores hagan muchas concesiones: de producirse mejoras en el panorama -según Roberto Lavagna, todo va viento en popa-, sería de su interés procurar eliminarlas antes de que los acreedores se sientan tentados a pedir más. Por el otro, entenderá que una estrategia que se base en el derrotismo no ayudará en absoluto a impulsar la recuperación. Aunque la ciudadanía parece haberse resignado a la pérdida definitiva de la "ilusión" de una economía menos raquítica que la actual, no hay ninguna garantía de que después de las próximas elecciones siga tomando la miseria galopante por un fenómeno natural. Asimismo, si bien el "dólar recontra alto" está al gusto de Lavagna y de distintos lobbies bonaerenses, significa que medida por pesos la deuda parece monstruosa, mientras que una tasa de cambio más realista que la vigente la achicaría.
Por consistir en buena medida la deuda pública en bonos diseminados entre decenas de miles de inversores grandes y pequeños, renegociarla amenaza con ser una tarea que mantenga ocupados a ejércitos de abogados durante muchos años. Además, una renegociación que los políticos festejarían como brillante por suponer una quita muy grande no necesariamente beneficiaría al país porque implicaría que a juicio de los agentes económicos nacionales e internacionales es un fracaso que nunca logrará ponerse de pie. Puede que en teoría al "mundo" le conviniera emular a los políticos locales, dando por perdido el dinero prestado al país antes del default, por entender que de producirse como resultado una recuperación vigorosa la Argentina volvería a ser fuente de ganancias futuras enormes, pero por estar repartidos los bonos entre tantos tenedores, un acuerdo "estratégico" de aquella clase sería totalmente imposible a menos que Estados Unidos o Europa aceptaran comprarlos a su precio nominal, alternativa que, huelga decirlo, ya no atraería a nadie.
     
     
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