Lunes 10 de febrero de 2003
 

Historias oficiales

 
  En teoría, al juez Norberto Oyarbide no le debería resultar demasiado difícil decidir si la caída del gobierno encabezado por Fernando de la Rúa fue consecuencia de un"complot", de una rebelión popular espontánea o del reconocimiento por parte del pronto a ser ex presidente de que ya no estaba en condiciones de seguir gobernando el país, pero puesto que todos los factores así resumidos incidieron en el desenlace, es de prever que su eventual veredicto sea más político que jurídico. Después de todo, lo que para algunos podría ser evidencia incontrovertible de una conspiración serían desde el punto de vista de otros nada más que manifestaciones de responsabilidad por parte de los conscientes de que les convendría prepararse para hacer frente a una situación rayana en la anarquía. Por lo tanto, el que en agosto del 2001 Eduardo Duhalde haya dicho que De la Rúa caería pronto y que él ocuparía su lugar podría tomarse ya por una prueba irrefutable de que una conjura anticonstitucional estaba en marcha, ya por una lectura previsora de los acontecimientos. De más está decir que los duhaldistas optarán por la segunda alternativa, mientras que sus adversarios preferirán la primera.   Lo cierto es que no cabe duda alguna de que los acontecimientos del 2001 sirvieron para poner en evidencia la precariedad de nuestras instituciones democráticas. Aquí, el esquema formal no corresponde con el real que, como es notorio, se basa en el caudillismo, motivo por el cual ningún presidente puede mantenerse mucho tiempo en el gobierno a menos que cuente con el poder decidido de una proporción significativa de la clase política. Sin embargo, por estar ésta comprometida con una variante nada viable del populismo conforme a la que uno de los deberes principales del presidente de turno consiste en repartir dinero entre sus simpatizantes, podría decirse que a menos que el presidente haga caso omiso de la voluntad del "ala política" de su gobierno, no le será factible gobernar con el mínimo imprescindible de eficacia. Carlos Menem consiguió gobernar durante diez años porque los peronistas le permanecieron "leales" a pesar de su desprecio indisimulado por sus nociones "ideológicas". En cambio, De la Rúa no pudo emularlo porque se le oponía desde el vamos el caudillo radical Raúl Alfonsín, con quien no podía congraciarse por ser éste un paladín del imposibilismo. A esta altura, parece indiscutible que hubo un "complot" en el sentido de que muchos intendentes del conurbano bonaerense, hombres de escasa vocación democrática, sentían que De la Rúa era demasiado débil como para terminar el mandato fijado por la Constitución de modo que podrían aprovechar las circunstancias organizando saqueos con la esperanza de despejar para su jefe, Duhalde, el camino hacia la Casa Rosada. Con todo, a menos que surjan pruebas de que el propio Duhalde les había ordenado promover los disturbios, vincularlo con lo que sucedió no será nada fácil y, de todos modos, sus propios simpatizantes no se sentirían horrorizados por tal eventualidad porque, con pocas excepciones, no se les ocurriría subordinar el respeto por las reglas democráticas a su propia voracidad de poder.  
De haber sido la Argentina un país de instituciones fuertes, De la Rúa aún estaría en la Casa Rosada porque la clase política en su conjunto hubiera cerrado filas frente a la amenaza planteada por los saqueadores y los cacerolistas. Sin embargo, en tal caso hubiera sido poco probable que el Poder Ejecutivo hubiera resultado ser tan débil que no le fuera dado impedir el descontrol financiero que andando el tiempo provocaría el default y una devaluación caótica. Es que la razón básica de la debacle protagonizada por la Alianza consistía precisamente en que si bien representaba a su modo las esperanzas del electorado en un momento determinado, nunca disfrutó del apoyo de la cúpula de la UCR que siempre se sentía comprometida con una "filosofía económica" muy distinta de la que trataba de implementar "su" gobierno. Para colmo, el jefe radical, el ex presidente Alfonsín, a menudo parecía desear el fracaso de su correligionario De la Rúa tanto por considerarlo un rival interno despreciable como por querer reivindicar su propia gestión, viendo caer a pedazos el "modelo"que se había erigido sobre las ruinas dejadas por la hiperinflación. 
     
     
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